“En todo hay una medida”
(Horacio).
La prensa diaria nos asalta con las
notas lacrimógenas, ríspidas y altisonantes de los quejosos de siempre:
ciudadanos que mueven el dinero y las influencias para que las cosas cambien
para no cambiar, para que las apariencias o la percepción engañen al ciudadano
común y corriente y que cualquier amenaza de cambio verdadero quede en gritos y
sombrerazos. Las aguas deben seguir fluyendo en la misma dirección y con el
mismo impulso, sin derramas que puedan salpicar a quienes no tienen el derecho
de verse beneficiados por el statu quo, por la cadena de inercias que permiten
que las aguas estancadas sean comercializadas cada tres o seis años como
novedosas soluciones a la pestilencia que nos ahoga.
La reciente manifestación de ciudadanos
en el poblado Miguel Alemán que llevó al bloqueo de la carretera por problemas
con el transporte suburbano, revelan algunas cuestiones que no sólo quedan en
la forma sino que dan pistas de un fondo por demás oscuro y cavernoso: la
policía es capaz de desplegar sus fuerzas y “dialogar” con los manifestantes,
en un ejercicio de intimidación-disuasión que no constituye diálogo ni mucho
menos negociación, ya que la autoridad llega con instrucciones precisas de
liberar la vía de comunicación porque el tapón ciudadano impide el libre
tránsito de mercancías cuyos clientes esperan para hacerlas circular con la
ganancia correspondiente.
Con dinero baila el chango y lo nuestro
es tocar la música adecuada. El sistema requiere poner en contacto a oferentes
y demandantes mediante el transporte, de donde la infraestructura carretera
obra como las arterias que llevan la sangre a los órganos vitales del sistema.
Las balas de goma que, según las autoridades, no son agresivas pero que pueden
ser letales, se encargan de argumentar la necesidad de liberar el paso, y
persuadir a los manifestantes a subordinar sus necesidades comunales a las empresariales,
a fin de no afectar “a terceros”. Las demandas ciudadanas son nocivas para el
comercio y la ganancia, y solamente pueden ser admitidas en su carácter de
reclamo de más bienes y servicios, que incentivarán a las empresas a
incrementar sus ganancias y “generar más empleos”.
Los “daños a terceros” mueven la
voluntad de quien gobierna en favor de las víctimas de la necesidad popular y
sus manifestaciones en procura de justicia, de suerte que los manifestantes
siempre contarán con la promesa de respetar la libertad de expresión y el uso
pacífico de las vías públicas, siempre y cuando no afecten intereses privados,
empresariales, de imagen o de “percepción” de lo que es el poder. Las amenazas,
intimidaciones y balas de goma forman parte del paquete que se ofrece a una
ciudadanía al borde de un ataque de valor cívico para que, en un plazo
perentorio, moderen y, en el mejor de los casos, abandonen los ímpetus
beligerantes.
Parece que la defensa de los derechos
ciudadanos se ve bien en las películas y las arengas de los funcionarios, no
así en la vida cotidiana donde funciona eso de “ustedes” y “nosotros” con clara
alusión al espacio excluyente de los privilegios, prerrogativas, canonjías y
prebendas propias de la clase política y las burocracias público-privadas que
llegan a encaramarse al poder público y ejercen funciones de gobierno y
administración.
Los “daños a terceros” contienen una de
las claves de la exclusión social, si la manifestación ciudadana supone la reacción
a un privilegio concedido a quienes se sirven de las influencias y obtienen los
beneficios de su cercanía con el gobierno en turno. Las balas de goma terminan
siendo un instrumento de amedrentamiento que congela las calenturas ciudadanas
y reprime la acción cívica, por obra de un aparato represivo público que sirve
a los intereses de un sector privado parasitario y, visto en perspectiva,
agónico.
El gobierno local aparece como un
represor vergonzante porque lo mismo que lo caracteriza termina siendo negado
por los voceros oficiales: “se respetan los derechos humanos”, “se investigará
y fincarán responsabilidades”, “las balas de goma no son agresivas”, “se suspenderá
a quien haya disparado a los manifestantes”, “la gobernadora garantiza el
respeto a los derechos humanos”, entre otras formas de tirar la piedra y
esconder la mano.
Mientras los heridos curan su
frustración y su dolor, el estado avanza con el aviso de megarregiones,
incentivos a la minería y el trabajo legislativo en favor de la integración
económica de sardinas con tiburones. Se oyen en crescendo los aplausos y los
murmullos de aprobación de los “sectores productivos” y su coro de aplaudidores
por contrato. ¿Sonora avanza?
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