“Donde
hay poca justicia es un peligro tener razón” (Francisco de Quevedo).
La semana que resulta Santa por obra de
las tradiciones histórico-religiosas que dominan el imaginario espiritual
judeo-cristiano, ha concluido como deben hacerlo las semanas dedicadas al
tránsito entre la adrenalina y la catarsis liberadora; entre el viacrucis, la
pasión, muerte y resurrección del salvador designado, del cordero sacrificial
que sufrirá en pellejo propio los errores, trapacerías y resbalones de los
simples mortales. Es el “Ecce homo” que la turba espera encontrar tras el
desenfreno de una vida irresponsable, tras los excesos y las falencias que
producen placer instantáneo, así como remordimientos confesables en el marco de
otros excesos igualmente lamentables; la Semana Santa es, finalmente, la
reproducción programada del auge, la estabilización y la crisis de un ciclo
vital que reporta ganancias turísticas y eventuales nuevas abolladuras en la coraza
de respetabilidad de muchos.
Somos una sociedad productora de aves
fénix, de delincuentes arrepentidos de cajón, de creyentes acomodaticios de
cualquier culto que garantice el perdón y la inmortalidad manifestada en una u
otra forma, por uno u otro camino paralelo a la genética, pero sin perder la
noción del ser egoísta y marrullero que exigen las circunstancias. Sin duda, el
pellejo propio es mejor que el ajeno.
Mientras que la cerveza y la
contemplación de la mujer playera, como una belleza natural que debe
preservarse de la extinción social, atrapen la atención del espectador, la vida
puede seguir su ruta hacia el progreso, hacia la posibilidad de reciclar las
viejas estrofas de un romance inacabado con uno mismo y su entorno. El egoísmo
tiene una cara conocida en el espejo, pero puede, en aras del equilibrio
social, reflejarse en otros cristales y con otros rostros, demostrando que el
bienestar propio puede ser también el ajeno.
Es de suponer que lo anterior rebota en
el cerebro de Trump, hoy por hoy habitante de la Casa Blanca. Es posible que la
bomba con reputación de ser la madre de las demás contenga, además de
explosivos letales, algún tipo de mensaje esperanzador para los consumidores de
noticias: la civilización occidental estará a salvo en la medida en que
tundamos a megatonazos a los que quizá, tal vez, puede ser que, a lo mejor,
probablemente constituyan, algún día, una amenaza para “nuestra seguridad
nacional”.
La bomba contiene, además, la
advertencia de que alguien debe pensar muy bien en las consecuencias de acariciar
la sola posibilidad de atacar o afectar los intereses petroleros y de comercio
de Estados Unidos, además de sus objetivos de dominación extraterritorial, y
que resultará de muy mal gusto, además de una “rara e inusual amenaza”,
defender el espacio económico y político nacional frente a los intereses
extranjeros. ¿Soberanía nacional?, ¿derecho internacional?, ¡simples excusas
para no cumplir los caprichos de las trasnacionales! Así las cosas, la buena
conciencia gringa se expresa con claridad meridiana en ese bombazo megatónico
que ha dado tanto de qué hablar.
Pero, para jolgorio y satisfacción de
nuestra pandilla neoliberal desclasada, la política exterior del vecino del
norte incluye en sus planes la incondicional cooperación (se sabe que los
títeres no tienen conciencia propia) y apoyo irrestricto a cualquier acción e
iniciativa que pudiera presentar en el plano internacional. ¿Ejemplo? Pues ahí
tiene la posición de México contra Venezuela en el seno de ese cachivache
herrumbroso que es la OEA. Desde esta perspectiva, la democracia debe ser
equivalente a la forma en que los gobiernos se agachan y se bajan los calzones
ante el garrote gringo y, en consecuencia, entre más blanditos y cooperadores
se pongan, más democráticos serán a los ojos de Washington.
Al viacrucis del pueblo mexicano se
pueden agregar los correspondientes a otros pueblos que padecen de gobiernos
ayunos en humanidad, víctimas de su propia maquinación contra la razón y la
justicia, contra el derecho de las gentes de vivir en paz y con progreso. El
pueblo es crucificado, tras un largo y penoso recorrido de escarnio, crueldad y
abuso, pero, como sucede con el crucificado del Gólgota, su muerte y el
instrumento de su tortura, se convierte en símbolo de su liberación.
Sólo cuando hay plena conciencia del
proceso y lo logrado, se puede decir que la resurrección se ha dado, y que el
pueblo, como el ave fénix, ha resurgido de entre las cenizas y remontado el
vuelo hacia las alturas de una vida sin violencia, con paz y justicia social.
Entonces, ha caído el tirano, y el pueblo es su propio salvador.
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