“Nadie
puede llevar una máscara siempre” (Séneca).
La militarización del país pasa por ser
preocupación por la “seguridad interior”, campo que se puede interpretar como
la posibilidad de parecernos a una sociedad militarizada, dictatorial, represiva
y carcelaria, pero con la sana intención de acabar o por lo menos disminuir la
criminalidad. La ironía es clara y así atemorizante: los militares les truenan
los dedos a los legisladores en una exigencia insólita, pues legalizar la
intervención de las fuerzas armadas en los asuntos que corresponden al orden
civil es un despropósito cuando no una desmesura. Huele a golpe de Estado donde
quien promueve parece ser el Ejecutivo con la complicidad del Legislativo, y
una especie de cerco de bayonetas cerca del trasero de los representantes que
gozan de sueldos y prebendas inimaginables en un país azotado por la carestía
de la vida y la infamia de impuestos y tarifas que tienen la virtud de
despanzurrar cualquier presupuesto familiar.
Por lo que se ve, el supremo gobierno
está más dispuesto a legislar por la mano dura y la represión que por el
bienestar ciudadano, quizá porque en el corto plazo resulta ser más barato
abatir opositores y nulificar disidencias que crear empleos y administrar con
justicia y honestidad el erario. Cuestión de tiempos y prioridades, de enfoques
e ideas de país que chocan en los distintos espacios de interlocución que
quedan, si tomamos en cuenta que México es un país donde las ideas se entierran
en fosas comunes y los escarmientos se dan en las calles, lugares públicos y
domicilios particulares, en forma de amenazas, atentados y asesinatos de
periodistas, luchadores sociales urbanos y rurales, dirigentes indígenas y
sindicales, entre otros objetivos de pacificación y control cuando fallan los
estímulos económicos y las presiones psicológicas.
La inseguridad que reina en las calles y
barrios de México no puede ser solamente gratuita, casual u ocasional, pues sugiere
una cierta intencionalidad de inducir a la sociedad a aceptar medidas que
coartan libertades y derechos ciudadanos. Una granada que estalla en una
festividad cívica, una balacera que tiene como caja de resonancia mediática un
bar, una discoteca, una boda, incluso un funeral, no pueden ser obra de la mala
fortuna, la mala leche de un loco, el desahogo de un imbécil, o la broma
macabra de un sociópata resentido. El terror es un instrumento político, un
arma de manipulación social que ablanda resistencias, nubla el buen juicio y
estimula los impulsos más primitivos de la sociedad.
La pobreza arrastra una cauda de
enriquecimientos “inexplicables”, corruptelas grandes y medianas, tráfico de
influencias, abuso de autoridad, complicidades varias y la certidumbre de que
la impunidad se encargará de enterrar los restos de culpabilidades y
reincidencias. El ser pobre en un país como el nuestro, es actuar como testigo
mudo de los excesos y abusos de un sector minoritario de la población sobre una
mayoría hundida en la apatía y el conformismo, en la minusvalía que el propio
sistema se encarga de imbuir en los posibles opositores, en los jóvenes y en
los niños que revientan sus valores y aceptan la eventual posición de
distribuidor de drogas al menudeo, ratero de barrio, asaltante de colonia, roba
carros, o cualquiera de las especialidades delictivas de mediano pelaje en las que
puede caer la amplia población de desempleados, subempleados o trabajadores
precarios que produce cada año el sistema. En nuestro estado la seguridad se
convierte en un bien escaso y donde la justicia se ofrece como un logro antes
que una obligación pública, susceptible de ser moneda de cambio para la oferta
privada de vigilancia y control de riesgos, así como para el fortalecimiento de
relaciones con los gringos, siempre especialistas en la generación,
administración y control de la violencia y su utilización geopolítica.
No es difícil imaginar que la violencia
e inseguridad crónicas obran en beneficio de la imposición de un esquema de
control político de disidencias y oposiciones, y que sirve para que los
proveedores especializados en materia de tecnología de vigilancia y registro de
actividades en áreas públicas o privadas hagan negocios sin sentir escrúpulos
morales, persuadidos de que sus productos hacen que la vida citadina sea menos
mala de lo que pudiera ser, así como un factor de enriquecimiento por concepto
de incentivos y comisiones a funcionarios públicos complacientes.
Si la violencia, la inseguridad y los
negocios del ramo prosperan, entonces debemos suponer que el sistema permite
que los problemas no se resuelvan y, al contrario, se profundicen, en donde termina
por ser necesario un elemento de control lo suficientemente fuerte como para
dominar las tendencias disruptivas del sistema. Aquí, la inclusión de los
militares en el juego de poder puede ser un factor de control de daños, de
institucionalización de la violencia cuando la competencia es desbordada y se
transforma en anarquía, pues los negocios no funcionan cuando se satura el
mercado al punto de que la competencia es de vida o muerte y la violencia es su
producto natural. En este sentido, la bota militar es el recurso obligado de contención
en un sistema en descomposición. Y aquí estamos.
Es curioso que la gobernadora del Estado
insista en impulsar una “megarregión” con Arizona, atraer inversiones extranjeras,
apoyar a los empresarios mineros, y la llamada ley de seguridad interior, sin
ningún reparo, en tiempos en los que la corriente internacional se ha vuelto
hacia los cauces del fortalecimiento del mercado interno y los recursos
nacionales. De hecho, la ola de la globalización está en un reflujo que bien
pudiéramos aprovechar pensando en el fortalecimiento de la capacidad productiva
local y regional mexicana. Ojalá que haya sensatez, sentido nacionalista, amor
a la patria y, sobre todo, verdadera vocación de servicio. Pero los pronósticos
van en sentido contrario. Triste papel.
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