“En
general, las nueve décimas partes de nuestra felicidad se fundan en la salud”
(Schopenhauer).
La diabetes es una enfermedad
crónico-degenerativa que termina por arruinar la salud y calidad de vida de sus
víctimas, a pesar de que la publicidad afirma que se puede ser diabético y
seguir “siendo el mismo”. Se sabe que, si los padres la padecen, no es raro que
sus descendientes lleguen a presentarla. Aunque lo anterior no es una maldición
gitana que fatalmente se cumplirá para arruinar vidas y haciendas, lo cierto es
que constituye una llamada de atención para revisar los hábitos alimenticios.
Si es cierto que somos lo que comemos, la alimentación es factor clave para
entender cómo vivimos y de qué nos enfermamos.
En la actualidad tratamos de abreviar el
tiempo dedicado a la preparación de los alimentos, debido a que el tiempo,
siendo oro, no nos permite su desperdicio. El tiempo aprovechado está dedicado
al trabajo, a las relaciones públicas, a la apariencia personal, al logro
laboral y académico, a la convivencia con fines pragmáticos de futuros
beneficios. Pero, por lo mismo, la alimentación en casa representa costos en
tiempo y sociabilidad que muchas veces no estamos dispuestos a asumir.
Las comidas de trabajo, amistosas y
personales se reducen a restaurantes y cafeterías, a expendios de comida rápida
y a chucherías compradas de pasada que distraen el hambre y llenan el estómago
de aire y riesgos metabólicos. Las grasas, la sal, el azúcar y el gas hacen
funcionar un organismo que tarde o temprano deja de tolerarnos y empieza a
pasar facturas. Las frituras, los refrescos embotellados, las comidas
industrializadas, los infinitos distractores que anuncian y compramos “de
pasada” terminan en sesiones de diálisis o hemodiálisis, y de ahí a la fría
solemnidad de las funerarias.
A pesar de que se reconoce a la diabetes
junto con las afecciones cardiacas como las causas estelares de incapacidad y
defunción, la disposición legal que prohíbe la venta de comida chatarra en los
centros educativos, la obsequiosa y permisible Suprema Corte de Justicia de la
Nación ha decidido, en fecha reciente, que tal prohibición no es
“constitucional”, dejando al libre juego de la oferta y la demanda la salud de
millones de ajetreados estudiantes y profesores que de alguna manera tienen que
distraer, que no saciar, su hambre.
El juicio de los señores magistrados
favorece a los empresarios productores y vendedores de chatarra, que en forma
sólida, líquida y gaseosa pasará a ser procesada y digerida por los aparatos
digestivos de los futuros enfermos cardiópatas y diabéticos de la nación. Con
este acto, la Suprema demuestra su disposición a contribuir al esfuerzo que
realizan los empresarios que “crean los empleos y oportunidades que el país
necesita”.
Es curioso observar que, por un lado, el
gobierno emprende campañas contra las enfermedades crónico-degenerativas y, por
otro, se legaliza la venta y consumo de bebidas y comestibles probadamente
riesgosos para la salud. Las campañas mediáticas cuyo eje es la salud y la
prevención resultan ociosas si, al mismo tiempo, se alientan, permiten y
solapan hábitos alimenticios e higiénicos francamente nocivos.
En otro asunto, el tema de la basura en boca
de los ciudadanos de Agua Prieta, Guaymas y Ciudad Obregón, parece como un buen
ejemplo de cómo se deja de gobernar para hacer negocios, poniendo en riesgo la
salud ciudadana al no poder garantizar la prestación del servicio de limpia y
recolección de basura en forma permanente y continua.
Está más que demostrado que la
privatización de los servicios públicos es una forma de achicar al Estado en
aras de satisfacer al Mercado, habida cuenta que los fines sociales del sector
gobierno se diluyen y pierden bajo el peregrino supuesto del ahorro. Las empresas de limpia y disposición de
residuos están por hacer negocio y no por cumplir con tareas de beneficio
colectivo. Cuando se deja de pagar la cuota convenida, se suspende el servicio
y punto. El Ayuntamiento termina con dos problemas: el pago de su adeudo y la
urgencia de solucionar un potencial problema de salud pública, pero, en
resumidas cuentas, debe afrontar el hecho de no haber cumplido con una
obligación constitucional, como lo es la prestación de los servicios públicos.
Otro servicio esencial es el de
seguridad pública, últimamente bajo los reflectores de una ciudadanía
amedrentada por la realidad de barrios y colonias del centro a la periferia de
las ciudades y comunidades de la entidad. Según se ve, el gobierno del estado
supone que el engendro orweliano del Big Brother representado por la
omnipresencia de un sistema de vigilancia capaz de registrar “quien entra y
quién sale” de Sonora, y que integrará servicios de seguridad, salud e
inteligencia (sic), abarcando escuelas, comercios, calles y avenidas, lo mismo
que vías de entrada a las ciudades, será capaz de garantizar la paz ciudadana,
poner coto a la delincuencia y hacernos acreedores de la confianza de los
inversionistas, en la figura del llamado C5i, Centro de Control, Comando,
Comunicación, Coordinación e Inteligencia, que albergará a un centenar de
especialistas y enlazará servicios al número 911, que por disposición
presidencial (OMG!!!) sustituirá al 066.
Las siglas que amparan las cinco “C” y
la “I”, no alcanzan a explicar la necesidad de una inversión en infraestructura
(que es como se recordará, palabra ajena al lenguaje de Peña Nieto) teniendo ya
funcionando el conocido C4, el cual se pudo haber ampliado y equipado, y menos
el pago anual por prestación de servicios por $486 millones de pesitos.
La presencia, el aval y regocijo del
presidente del Consejo Coordinador Empresarial, Juan Pablo Castañón, egresado
del ITAM e ilustre invitado oficial a la ceremonia de arranque del proyecto y
su protagonismo junto a la gobernadora, no dejan de resultar sospechosos, ya
que la clase empresarial, enemiga de los trabajadores de la educación y de
cualquier manifestación disidente, aparece como parte interesada en un asunto
que, siendo público, da la impresión de que es privado.
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