Seguramente usted sabrá que los panistas
se empeñan en mostrarnos el lado ridículo y perverso de la política, al
protagonizar con ánimo matraquero una charada poselectoral que “presiona” al
INEE para que cuente “voto por voto y casilla por casilla” la cosecha de
sufragios que suponen logró levantar el marido de doña Marcela Fernández.
Se les ocurrió instalarse en una
inopinada actividad circense en la que corean con entusiasmo cosmético cada
voto que se suma a la cuenta de Javier Gándara, como si la caricatura de
reclamo ciudadano pudiera hacer el milagro de cambiar las cuentas que “haiga
sido como haiga sido” favorecen al PRI.
No vaya usted a pensar que la crítica al
bando pitufo se debe a una cierta afinidad con el tricolor. Ni siquiera como
broma estudiantil pudiera admitir tal infundio. ¡Asco, roña y lepra! Más bien
mi señalamiento tiene por origen el acre y severo aluvión de burlas y
cuchufletas que el panismo lanzó en su día a López Obrador, cuando reclamó el
recuento de los votos por considerar que hubo truco en el sistema de cómputo
donde resultó favorecido el PAN con una diferencia que aún carece de
explicación creíble.
Aunque la presión más mediática que real
no fue bien recibida por el INEE, los vecinos y habitantes cercanos a la sede
electoral tuvieron que apechugar un fin de semana ruidoso, hartante y
suficientemente torpe como para que la experiencia de estar cerca de la charada
pitufa fuera agónica y totalmente indeseable.
Por otra parte, no faltaron las
felicitaciones que colmaron las páginas de los medios impresos, en una cargada
a favor de la hija de doña Alicia Arellano. Se derramaron alabanzas,
reconocimiento a la trayectoria, elogios
anticipados a una gestión que será “en beneficio de los sonorenses”; se
deshojaron las margaritas de la justicia, el progreso, la transparencia y la
honestidad frente a la anticlimática advertencia de que “no habrá cacería de
brujas”. Las entrevistas no se hicieron
esperar y los personajes que ahora están bajo el reflector de la prensa
lucieron sus dotes de apologistas de sí mismos, en una íntima reflexión acerca
del milagro que produjo la unión de los coromosomas X con los Y de sus padres,
y que ahora va a gobernar Hermosillo, o Sonora.
La infaltable cargada de las fuerzas
vivas sonorenses nos recordó a los simples miembros de la infantería ciudadana
que no sólo son las familias sino también las organizaciones patronales y los
sindicatos con vocación autodestructiva las que queman incienso en el pebetero
sexenal en espera de amplias retribuciones que, en suma, configuran lo que
algunos llaman “buen gobierno”. Carnaval de cursilería y farsa que clava una
lanza de ignominia en el costado de la democracia.
Como parece ser, el bipartidismo al que
es tan afecto el elector sonorense pone un cerco erizado de púas al avance de
fuerzas ciudadanas que cuentan con el potencial para generar cambios en la
trayectoria de un gobierno caracterizado por la rapiña y la autocomplacencia.
Aquí vivimos una tradición electoral descremada y deslactosada, que a pesar de
que todos conocen su fecha de caducidad, cada sexenio o trienio votamos por su
consumo sin importar el estado en que se encuentre, la fetidez de su olor y el
mal aspecto que dejan las bacterias del fraude, la corrupción y el latrocinio.
Aquí surge la no tan peregrina idea de que somos entes carroñeros electorales.
Nos alimentamos de detritus, de materia en descomposición, porque “de todos
modos van a ganar” las opciones de costumbre. Los elogios, la cargada, las
manifestaciones de sindicatos y organizaciones patronales son las moscas que
vuelan sobre el jugo electoral que supuran los cadáveres vivientes del PRI y el
PAN, con el ánimo de alimentarse de su viscosidad y mantener negocios,
prestigio y cuenta corriente.
Política de zombies, carnaval de
esqueletos con restos de carne en colgajos que se disputan, codician y elogian
las “fuerzas vivas” del sistema. Mientras tanto, los ciudadanos vivos, por
falta de unidad y convicción, sirven de justificación macabra a los depredadores
de siempre. El “pueblo”, la “gente”, la “raza”, resultan ser la fauna de
acompañamiento escenográfico que enmarca las manifestaciones públicas. Después
de todo, ¿cómo se puede explicar la muerte sin la vida?
Quizá en un futuro próximo, los ciudadanos
dejen de ser comparsas por hambre y temor y emitan su voto por la vida, por el
cambio que no emana olores a descomposición, y que a la putrefacta realidad de
nuestro bipartidismo real se oponga un mejor olfato y un mejor estómago que
exija lo que realmente aporte a su salud y bienestar económico y social.
Mientras esto ocurre, las moscas corporativas del sistema seguirán reclamando
su parte del jugo electoral en el festín necrófago de una democracia
holográfica donde el pueblo es sólo espectador. Así sea.
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