A
la naturaleza no se le domina, se le obedece.
Le confieso que dudé mucho en hacerlo,
que las posibles consecuencias eran aterradoras y me pondrían, para empezar, en
el ojo de los nuevos inquisidores sociales, cargados de inquina, babeante
autoritarismo, odio hacia lo diferente en el marco de su demencial
homogeneidad; era evidente que el autismo social y cultural que se ha instalado
en nuestra sociedad no es gratuito, obedece a un plan enderezado contra la
humanidad en su rica pluralidad y en su esencial diversidad.
A pesar de que la conciencia me gritaba
cada vez más alto, mis recelos por el reconocimiento público de la verdad me ponían
de nervios, atosigado por la posibilidad de ser el nuevo patito feo frente la
camada socialmente aceptada sin discusiones como la representante de lo
“políticamente correcto”. Es terrible sentirse una víctima potencial de la
intolerancia, de la aplanadora orwelliana de conciencias que se impulsa desde
el gobierno, las universidades y los círculos más influyentes de la política,
pasando por las artes y las ciencias, sin embargo, con el miedo a ser
estigmatizado venía también el consuelo de la autenticidad.
En todos estos años, a partir de los
ochenta y la instauración del neoliberalismo, he visto cómo el discurso sexual
ha cambiado y cómo se ha generado una subcultura que cada vez resulta más
poderosa y envolvente, porque a cada paso se encuentran elementos de una
discriminación y repudio que de ser sutiles ahora se muestran agresivos,
poderosos, retadores de la propia naturaleza apoyados en teorías psicológicas
que instauran la base de una nueva realidad completamente inventada por, quizá,
los grandes consorcios dedicados a la manipulación de las masas ignorantes,
permeables o simplemente indiferentes. No niego que la idea de una conspiración
mundial ha pasado por mi mente.
Hay algunas pistas que me hacen
reafirmar la idea conspirativa: en el mundo, el debate por la familia, la
existencia y pertinencia de normas legales que definen el matrimonio, el caso
de las adopciones, los derechos de los cónyuges, en fin, el replanteo de las
formas y dinámicas de la familia como institución social ha sido recurrente. El
cine, la televisión, los anuncios comerciales, el lenguaje publicitario, las
formas de expresar ideas relativas al sexo en forma hablada o escrita nos
colocan en una posición que, a pesar de las evidencias históricas y
científicas, locales y universales, persiste la sensación de estar en
desventaja, ser una especie de paria en su propia tierra, objeto del disgusto y
la crítica de quienes sienten que construyen una nueva normalidad conductual
que dicta modas, usos y costumbres, valores y normas de relación interpersonal
que pueden llevarnos a hablar de una especie de imperialismo sexual.
El imperialismo sexual se manifiesta en
la imposición coactiva de una forma de entender la realidad sexual y no admitir
ni la pluralidad ni las diferencias de los seres humanos en lo físico y mental.
Es la intolerancia a todo aquello que se aleje del patrón conductual disruptivo
impuesto por una corriente social o económicamente dominante que se siente con
facultades para acusar, difamar, atacar, desacreditar y destruir socialmente a
quienes se opongan, o representen un peligro para el triunfo de la uniformidad.
Es claro que la intolerancia, el desprecio y la violencia verbal son parte del
paquete de medidas y actitudes que sirve al imperialismo sexual para hacer
prevalecer sus intereses.
El caso es que he decidido hacer patente
mi rechazo a cualquier forma de discriminación, pero también mi adhesión a todo
aquello que proteja la intimidad de las personas tanto como su identidad y
autoestima. En las relaciones humanas debe privar la justicia y el respeto por
la diferencia. Debemos reconocer esta realidad: somos una sociedad integrada
por individuos distintos; no somos iguales, no tenemos las mismas
características ni físicas ni mentales ni poseemos los mismos deseos y
aspiraciones. Esencialmente, mujeres y hombres somos distintos, porque poseemos
características físicas y mentales distintas que permiten el funcionamiento
diferenciado de nuestro organismo. Cada aparato, cada órgano, tiene un lugar
específico en la arquitectura del cuerpo, y cada uno de ellos realiza funciones
específicas, distintas y complementarias al conjunto. Nuestra anatomía y
fisiología, gracias al funcionamiento de las hormonas, no están desarticuladas
de nuestra mente y conciencia porque somos un todo interactuante.
Lo anterior explica la lógica del
matrimonio como institución: significa la unión de lo diverso, porque hombre y
mujer son anatómica, funcional y mentalmente distintos aunque complementarios
por su capacidad de generar nueva vida y construir su futuro. La unión de uno y
otro ser es la única fuerza capaz de reproducir la especie y de orientar el
desarrollo de su progenie y así preservar los valores y cultura del grupo al
que pertenecen. En ese sentido, no somos plantas sin raíz y por eso hacemos
historia.
En todas las sociedades han existido
minorías, conjuntos de personas distinguibles por compartir alguna afinidad,
formas diferenciadas de entender la vida, el quehacer político, las ideas
religiosas, o la sexualidad, que de un tiempo acá se vuelve económica y
políticamente relevante. Lo que me llama la atención y obliga a establecer mi
posición es el hecho de que una minoría trabaje para imponer su muy particular
visión por sobre una mayoría atosigada por “el qué dirán”, por la condena
social hacia la intolerancia real o virtual a determinada forma de entender y
practicar la sexualidad y la naturaleza de sus relaciones interpersonales.
En virtud de lo anterior, considero
absurda y artificiosa la jurisprudencia 43/2015 de la Primera Sala de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), sobre el “matrimonio”
homosexual, ya que la vida humana se crea a partir de un hombre y una mujer que
se unen con el objetivo de integrar una familia, que es clara muestra de lo
diverso, proveedora de sustento, valores, principios y ejemplo para las nuevas
generaciones.
Creo que nadie merece ser discriminado
por su ideología, aspecto u orientación, pero estoy convencido que a la mayoría
heterosexual se le agrede constantemente por defender y hacer valer su
identidad sexual. Ahora todo mundo se siente obligado a señalar cualquier
opinión divergente como “homofóbica” o discriminatoria, sin reparar en el hecho
de que en realidad se trata de una “heterofobia” que la mayoría acepta acríticamente
e instrumenta inconscientemente en aras de promover los intereses de la minoría
homosexual. Hombre y mujer son distintos y, por lo tanto, complementarios. Con
la reciente jurisprudencia, la SCJN no actúa ni en favor de la sociedad ni de
los derechos de la familia, como no lo ha hecho en las reformas contra la
nación recientemente aprobadas.
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