No deja de ser divertido ver cómo los
políticos suspirantes a puestos de elección popular se empeñan en maquillarse y
posar en los medios un día sí y otro también, con el fin de hacerse los
simpáticos, notables o necesarios para ese inmenso y amorfo conjunto humano que
se agolpa en el padrón electoral. Los autoproclamados salvadores de la sociedad
parten de supuestos formalmente admisibles pero que no tienen cosa que ver con
los hechos puros y duros de la abigarrada realidad en la que cotidianamente se
vive o sobrevive.
Unos, de oportunista raigambre pitufa,
se complacen en demostrar que son buenos y generosos con la gente que, aunque
no tuvo la fortuna de apellidarse como ellos, son apetecibles como acompañantes
amascotados (convertidos o en función de mascotas) en las fotos promocionales
de una campaña solapadamente electoral. El retratarse en un contexto popular,
es decir, pobretón, con el brazo sobre el lomo de una señora ama de casa
sonriente porque le dieron un par de rábanos y una lechuga a precios módicos,
puede obrar milagros electorales para los miles de ciudadanos carentes de lo
más indispensable para vivir: empleo seguro e ingreso digno.
Otros, haciendo gala de un populismo chabacano,
“mandan” recursos en apoyo a la infaltable tragedia de vivir en zonas vulnerables
por razones de clima, geografía o simple incompetencia gubernamental. La
generosidad coyuntural a la sombra del cargo y el presupuesto público, viste
mucho. Los hechos y las palabras dirigidas a un público menesteroso tienen el
poder de persuadir al beneficiario ocasional de las bondades de una decisión
trascendente: “yo votaré por…”, con lo que el regalo de los recursos asignados
a tal o cual contingencia genera siempre una factura por pagar.
Parece que la indefensión ajena es
indispensable para que los empresarios de la política inviertan en áreas
problemáticas mediante el ingenioso truco de las fundaciones. El membrete
posibilita que la generosidad se cubra de una estructura organizativa o
simplemente formalizada para efectos legales, que resulta altamente funcional
para encubrir campañas político-electorales bajo el supuesto de la filantropía.
Los cheques, billetes y pesos pueden fluir por las amplias cañerías de la
deducibilidad de impuestos, con la ventaja de ser altamente publicitable el
noble motivo del gasto. La fundación da idea de organización, fuerza,
credibilidad social, de fines y propósitos transparentes.
Como somos una sociedad anclada en las
apariencias y regida por los eufemismos, el hecho de dar la impresión de que se
actúa en favor de los demás tiende a concitar simpatías gratuitas, menciones
públicas y razones que esgrimir a la hora del reparto de voluntades
electorales. La filantropía es al voto como la mosca es a la caca.
Aunque parezca buena la acción de dar
o de apoyar, no estaría de más pensar en las razones y el contexto en el que
usualmente se dan este tipo de acciones tan populares en los últimos tiempos.
Tenemos barrios deprimidos y llenos de defectos urbanos que sólo pueden indicar
que las autoridades tienen la cabeza y el bolsillo en otro lugar; que sus
habitantes viven por obra y gracia del Espíritu Santo en combinación con una
genética que parece resistir con terquedad los embates de la fatalidad de ser
pobre e indocumentado. El barrio es una especie de colección de fracasos y
desaires sociales y económicos donde se encapsulan las aspiraciones de muchos
para ser solamente un recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue. La miseria
no puede llevarse indefinidamente con dignidad y respeto a valores y
principios: termina por quebrar al espíritu más templado y la ruina moral sigue
a la material; la vergüenza cede a la necesidad y, de repente, el honesto roba
para sobrevivir un día más. La virtud es un lujo que no cualquiera se puede dar
y usted y yo terminamos convencidos de que la riqueza y la pobreza llevadas a
extremos corrompen y apendejan a los mejores y los peores conciudadanos.
Llama la atención la fría desfachatez
con que algunos aspirantes políticos se posesionan de los medios y que repiten
hasta la saciedad sus nombres y hazañas en los espacios donde antes se hacía
periodismo. La imagen, expresiones y sonrisa plastificada embarran el papel y
la pantalla con persistencia de mosca, con terquedad de bicho chupasangre, con
obsesiva necedad de testigo de Jehová, mormón o simple aleluya en plan
“evangelizador”. La náusea y el enfado pueden llegar a niveles de gastritis
erosiva, colitis o constipación por estrés traumático. Es evidente la
inexistencia de respeto por el ciudadano, por sus circunstancias, por su
realidad impuesta por la economía y sus desaires.
Lo plantearé de esta manera: ¿usted
considera que serían necesarias estas farsas filantrópicas o de solidaridad
electorera si el gobierno hiciera su trabajo? ¿Habría necesidad de jugar al
benefactor si la gente gozara de oportunidades de progreso, empleo seguro,
ingreso digno, cobertura de servicios y tranquilidad social? Si los ciudadanos
tuvieran empleo y acceso a los mínimos de bienestar, ¿sería necesario
incrementar el gasto en seguridad pública? ¿Cree que la delincuencia surge por
vicio y no por necesidad?
Si la gente tuviera las necesidades
esenciales resueltas (empleo, alimentación educación, vivienda, seguridad
social, acceso a los beneficios de la cultura y recreación), ¿cree que habría
inseguridad en las calles y los hogares?
Entonces, ¿por qué los políticos, en
campaña abierta o solapada, insisten en querer jugarnos el dedo en la boca al
presentarse como capaces de resolver los problemas que no atacaron en períodos
de inactividad electoral, o cuando estaban en el ejercicio de algún cargo
público? Si ya gobernaron o probaron las mieles legislativas, ¿qué pitos tocan
o quieren tocar ahora?
Sería interesante que hicieran
propuestas y se emprendieran campañas en el seno de la clase gobernante
criticando la actual conducción de la cosa pública, presentando opciones de
cambio, formas de redirección del gasto, acciones de gobierno capaces de
generar empleo e ingreso permanente, iniciativas que revirtieran la política
laboral del régimen, el abuso bancario, el alza de los precios, la dependencia
financiera y tecnológica con el extranjero, entre otras, sin esperar a que
termine su empleo público. Es decir, empezar a hacer por el cambio desde el
sector público y la trinchera política, no desde el movedizo escenario de una
pre-campaña electoral.
Los políticos y el empresariado que
invierte en política no califican como ejemplos de probidad ciudadana. Lo que
tenemos es un esquema de complicidades ratoneras escudadas en la apariencia,
pero culpables de lo mismo que fingen atacar. La pobreza no se combate con
regalitos ni con muestras de generosidad aldeana, sino con oportunidades de
empleo e ingreso digno. Aquí hace falta respeto y valor cívico. No lo hay.
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