Pasear por el viejo centro comercial
de Hermosillo da lugar a no pocas reflexiones sobre lo que fuimos y lo que
somos; permite avizorar lo que seremos si no logramos vencer la inercia vacuna
que nos hace aparentemente insensibles aún a aquello que nos afecta, a lo que
entendemos como causas sociales, a lo que se nos convoca de mil y una maneras
con una frecuencia que ya sabe a rutina.
La comodidad anodina de muchos apenas
es interrumpida por la beligerancia de pocos, del puñado de ciudadanos que
ejercen el raro oficio de señalar errores y procurar el beneficio de los demás.
El activismo social, las luchas ciudadanas hacen sonar el timbre de alerta en
el despertador de las conciencias para recibir el manotazo del silencio por
apatía, flojera, enajenación y un valemadrismo enraizado en un esquema de
conveniencias precario y suicida.
La indolencia se manifiesta de muchas
maneras en la ciudad entera, pero es en el centro, en los alrededores del
mercado municipal, donde sus colores se avivan contrastando con los tonos de
gris del aborregamiento ciudadano. La dejadez traza sus rutas de mugre por
calles y comercios, en pinceladas gruesas y hediondas. La historia de la vida
cotidiana se edita en los puestos de fritangas, hot-dogs, dulces, chicles y
chocolates, comercio formal y en la enajenada multitud que deja a su paso por
la calle desperdicios de diversa índole, incluyendo la conducta grosera e
incivil con la que transitan por sus vidas cada vez más ciudadanos en proceso
de involución social.
Si usted va por la calle caminando por
la acera correspondiente, más temprano que tarde se va a topar con obstáculos
que pueden ser insalvables: la señora gorda que camina por en medio en un
litigio permanente entre una de sus extremidades y la otra, con el fin de
persuadirla de adelantar un pie respecto a otro de manera continua y alternada.
Como si estuviera dotada de radar, inclina su humanidad justo por el lado por
el que uno pensaba pasar en un bloqueo digno del mejor portero. La calma se
debe imponer sobre el hígado en plena hiperactividad para negociar una salida
civilizada y políticamente correcta: la opción es decir “con permiso”, para
advertir de la complicada maniobra de rebase.
Si todo sale bien, nuestro camino
puede proseguir por un par de metros más, hasta topar con una pareja juvenil
expresando su capacidad de hacer arrumacos en público, sin olvidar la firmeza
de su convicción de que el calor, el público y lo estrecho de la acera no son
obstáculos insalvables para su absoluta insensibilidad al clima y las
circunstancias. Aquí se prueba que la invisibilidad del mundo es posible
gracias a la función hormonal que se despliega mediante el intercambio de
sudores, olores, besuqueos, apretones y miradas. La lentitud del paso va en
razón inversa proporcional a la intensidad de la pasión compartida, pero se
avanza tomado nota del desparpajo de que podemos ser capaces cuando se trata de
“pegar el chicle”.
Si se trata de ir al banco, la
experiencia del cajero automático puede ser objeto de sesudos análisis
antropológicos. Le cuento: el sujeto se instala en el cajero, introduce la
tarjeta y, con cultivada destreza, digita los números de su identificación.
Error de dedo. Retoma la maniobra de acceso y al fin lo logra. Revisa las
opciones en pantalla y procede a hacer un retiro. Toma el dinero, lo cuenta. Revisa
parsimoniosamente el comprobante, cuenta de nuevo el dinero retirado y digita
de nuevo para ver su saldo. Saca su cartera, guarda los billetes acomodándolos con
parsimonia y, tras angustiosos minutos, en medio de miradas cada vez menos
amables y gestos de desesperación, el cateto decide abandonar su encuentro con
la tecnología y sale de su arrobación financiera para ser uno más en las
calles. Mientras tanto, la fila crece fuera del cajero y promete experiencias
dignas de mejor ocasión.
El centro comercial luce tan
desaliñado como de costumbre, desprolijo y abarrotado. A las eventuales voces y
risas de una población golpeada por la economía y la subcultura del consumismo
barato y ratonero, se suma el absurdo empleo de bocinas fuera de los negocios
para atraer al posible cliente. El estruendo provoca la aceleración del ritmo
cardiaco del peatón desprevenido, la presión sube, el nivel de ansiedad se
incrementa a golpe de guitarrazos y alaridos que irritan al oído más templado y
a la sensibilidad musical más mostrenca. El reclamo musical es tan inútil como
lo es hablar, a estas alturas, de salario mínimo y respeto a las conquistas
laborales.
La chirriante vulgaridad que arropa y achaparra
la calle, es caldo de cultivo para los más encendidos deseos reivindicatorios
de una cultura perdida en los meandros de la pobreza y la inseguridad que por
sistema impulsan los gobiernos que reniegan de la revolución. El
neoliberalismo hace anodina la creatividad de los pueblos, homogeniza la
natural heterogeneidad de las culturas, convierte en consumidores de baratijas
a quienes pudieron ser creadores de obras originales, y todo por seguir los
mandatos de un sistema cuyo núcleo es una bola de mierda que se desparrama
hacia la periferia.
La pobreza inunda las calles y la
informalidad comercial permite el fácil acceso a los quelites, verdolagas y
pitahayas; al chile colorado molido, los chiltepines, los ajos y los nopales; a
la miel, las nueces y las uvas, sin olvidar diversas figurillas de palo fierro.
El México prehispánico se mezcla y hermana con la formalidad empresarial,
uniendo dos mundos en uno sólo, mestizo, depauperado y gritón.
En el mercado municipal del centro, el
marchante puede comprar sus “chiltepineros a diez”, la revista o el periódico
del día, sus raspaditos, melate, superlotto y cachitos de lotería, de camino a
la zapatería, a la carnicería, la verdulería, pescadería o a los expendios de
café, tacos y comida corrida, tortillas de harina y otras especialidades cuyos
vendedores forman un abigarrado conjunto que se disputa a gritos y
ademanes la clientela que circula como
hormiga borracha por los pasillos del histórico conjunto comercial.
En la explanada del mercado, se
encuentran los boleros ejerciendo su oficio, los oradores políticos con la
denuncia, convocatoria o campaña del momento, tratando de interesar al pueblo
refugiado en una insostenible modorra cívica; de vez en cuando conjuntos
musicales de jóvenes que aporrean con entusiasmo tambores africanos que hablan
de otros paisajes y contextos. Más delante, llueven las amenazas de fuego
eterno, de horrores apocalípticos, de venganza y castigo divino, en voz de los
miembros de algún culto protestante que blanden con furiosa enajenación un
ejemplar de la biblia en una perorata depresiva. Mientras que aquí se promete
el infierno a nombre de Dios, allá se
convoca al pueblo a salvarse mediante la acción contra el mal gobierno. Por un
lado, el castigo y la oscuridad absoluta, mientras que por el otro, la promesa
de un mejor futuro gracias a la movilización ciudadana.
Entre el evangélico, mormón, metodista
o testigo, y el orador político, los boleros y marchantes, se encuentra en
asentamiento casi regular una variopinta masa sedentaria. Jubilados y
pensionados, miembros del grupo de la tercera edad que pasan revista al
acontecer del día, actualizan su información, intercambian experiencias de hospital
o consultorio médico, laboratorio de análisis clínico o las notas necrológicas
del pueblo, el barrio, la familia o los contertulios.
En los alrededores del mercado, donde menudean
los puestos de hot-dogs, una clientela itinerante que no falta repone los
triglicéridos, el colesterol y los microbios perdidos en algún encuentro
accidental con la salud. Los tacos de carne asada, aguas frescas y confituras
industriales complementan el desastre digestivo de un día por las calles del
centro. Tras el simulacro de comida y las compras que se pudieron hacer, la
gente emprende el regreso a casa. Mañana será otro día.
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