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jueves, 14 de agosto de 2014

Sin el eufemismo no puedo vivir

Las exigencias de la modernidad en el trato y las convenciones sociales que nos permiten comunicarnos sin necesariamente decir lo que pensamos o lo que son las cosas o los hechos y circunstancias propias y ajenas, abren un enorme y rico filón de oportunidades para ejercitar la imaginación, el retruécano, la creatividad en la construcción de imágenes, conceptos, virtualidades y productos de la ingeniería social que nos deben maravillar, tanto como persuadir de su uso corriente.

¿Qué sería de la sociedad local, nacional o internacional si dijéramos de manera respetuosa pero exacta lo que pensamos o sabemos de tal o cual situación o problema? ¿Podríamos vivir con la pesada carga de decir lo que sabemos de las personas, animales o cosas con las que tratamos directa o indirectamente? ¿Sabríamos qué cara poner en caso de ser sorprendidos diciendo la verdad? ¿Serían soportables las complicaciones de la objetividad? ¿Podríamos lidiar con las responsabilidades de la sinceridad? La respuesta a las anteriores preguntas pudiera ser NO. Le comento:

Los valores de la honestidad, la objetividad, la verdad y la sinceridad entran en conflicto con la formación que se recibe en las escuelas, en las calles y definitivamente en los medios masivos de comunicación que pastorean a multitudes de creyentes mediante las figuras icónicas que aparecen a cuadro. La unilateralidad del mensaje es consigna, orden ejecutiva, norma de conducta y dogma de fe: cuando un locutor o comentarista de televisión o radio, por iniciativa propia o por encargo, inicia una moda en el lenguaje o las costumbres, tenga por seguro de que pronto habrá muchos que repliquen la forma y contenido del mensaje.  

El gobierno es uno de los principales promotores de conceptos o conductas que pronto prenden en la fértil materia de la conciencia colectiva. Al respecto, se destacan expresiones como “adultos en plenitud” para referirse a lo que hasta hace poco llamábamos viejos. Cualquiera sabe que la plenitud implica la real y amplia posesión y ejercicio de las capacidades físicas, mentales y sociales del individuo. Si esto es así, ¿por qué hablar de plenitud cuando el sujeto está en la parte baja de su ciclo vital? ¿Qué caso tiene no hablar de vejez cuando sobre el “adulto en plenitud” vuelan en círculos los zopilotes? ¿Es humanitario ocultar los estragos del tiempo que se manifiestan en la disminución de la vitalidad física, mental o social? ¿Acaso la artritis, la deformación de la columna, la pérdida de masa ósea, las arrugas y manchas hepáticas en manos y rostro, el cráneo pelón, las cataratas, glaucoma o deterioro visual, la pérdida o desgaste severo de piezas dentales suponen plenitud?

Otras expresiones que llaman la atención son las referidas a los individuos que padecen alguna deficiencia física o mental. Aquí encontramos magníficas máscaras verbales que insinúan la realidad de los sujetos sin atreverse a revelarla: “débil visual” o “invidente”, por evadir miope severo o ciego. A los miembros de la tropa de los mancos, mochos, retrasados mentales, deformes, entre otras incapacidades, se les cataloga como “especiales” o con “capacidades especiales” o “diferentes”. ¿Qué tiene de especial la capacidad disminuida, la pérdida de un ojo, la carencia de una extremidad, o el defecto de nacimiento?  

La compasión y el respeto a la persona que de esta manera ha sido condenada por la naturaleza o la casualidad, no tiene por qué transformarse en superioridad ficticia o mérito por el hecho de padecer capacidades disminuidas. En todo caso, la sociedad no debe ocultar o maquillar el problema, sino verse obligada a entenderlo, remediarlo o, en cualquier caso, generar las condiciones para que la vida de estos desafortunados sea mejor. La mentira o el ocultamiento de la realidad física y mental de una persona no puede ser una solución aceptable en una sociedad democrática e incluyente; en todo caso, lo recomendable es llamar a las cosas por su nombre y trabajar por una mejor calidad de vida para los afectados.

Es francamente surrealista hablar de niños “especiales” cuando nos referimos a chicos con graves problemas de normalidad en su desarrollo mental o físico. Para empezar, a los ojos de los padres todos los hijos son especiales, sanos o enfermos. Ocultar que uno es ciego, sordo, mudo, amputado o incapaz de sostenerse en pie y caminar por su cuenta no resuelve el problema. Me parece que se convierte en un objeto o cosa a quien se considera especial en estas condiciones, siendo que lo indicado es llamar al problema por su nombre y buscar soluciones que acerquen a la normalidad al sujeto. Se debe imponer la equidad y la justicia sobre la autocomplacencia.

El trato absurdo que se comenta es manifestación de otro problema que permanece oculto por intereses que no conviene evidenciar. En la actualidad, nadie (o casi nadie) puede ignorar que la filantropía tiene como motor la conveniencia, para lo que pondré el ejemplo del Teletón de Televisa. El dinero que usted aporta va a engrosar la bolsa que la empresa televisiva se ahorra en impuestos, según ha sido denunciado por diversos medios  tradicionales y electrónicos. Por esa razón Hacienda devuelve impuestos milmillonarios a Televisa. Es decir, si usted actúa de buena fe, con un curita en el alma y coopera en la colecta, en realidad está patrocinando a una empresa que parasita la beneficencia y evade impuestos con total impunidad, gracias a usted y a su lacrimógena concepción de la caridad (http://youtu.be/JcITSCF9AnY). Tras la aparente filantropía actual se esconde el interés económico y el político.

Sin fotoshop
Un buen ejemplo del manejo perverso de conceptos o situaciones que siendo condenables se ennoblecen, es el de la “ayuda humanitaria” de Estados Unidos a no pocos pueblos. La defensa de valores occidentales como la democracia y las libertades civiles ha servido para destruir y avasallar a países como, por ejemplo, Afganistán, Irak o Libia. Usted seguramente conserva fresca en su memoria la perturbadora situación de la franja de Gaza palestina, en constante ataque genocida de Israel apoyado por Estados Unidos y socios. ¿Qué valores pueden justificar la masacre de todo un pueblo? ¿Qué justifica la limpieza étnica? ¿Qué religión puede patrocinar el exterminio humano masivo? ¿A nombre de qué dios se justifica el asesinato?

La sociedad eufemística evade llamar a las cosas por su nombre. La precisión de los conceptos es tabú, es políticamente incorrecta, incómoda, comprometedora, demasiado cruda para ser pronunciada ante una sociedad apabullada por la mentira, la simulación y la farsa. La cultura de la evasión conceptual conforma una mentalidad que se proyecta y trasmite de la generación actual a las futuras. Tal es el caso de no llamar asesinos y genocidas a los gobiernos de EE.UU., Inglaterra, Francia, o Israel. En estos casos siempre debe anteponerse alguna justificación que oculte la verdad y que propicie la complicidad internacional por comisión o por omisión. ¿Se imagina el problema moral o político de señalar a Israel como genocida? ¿Y el Holocausto?, ¿y la calidad internacionalmente consagrada e incuestionable de víctimas de los judíos? Si usted se atreve a criticarlos corre el riesgo de que se le catalogue como antisemita o pro-nazi.

Otra situación políticamente incorrecta sería, guardando las proporciones, criticar el activismo de quienes favorecen públicamente la conducta homosexual en su afán de hacerla pasar por normal y socialmente deseable. Quienes sostienen que es aberrante e impropia como norma social son atacados de inmediato con el epíteto de homofóbicos, o intolerantes, ignorantes y pre-modernos.

Me gustaría saber más allá de toda duda si se puede reproducir en condiciones normales un mamífero sin el aporte femenino y masculino. Como usted sabrá, el cine y la televisión intentan persuadirnos de que la relación homosexual es normal y socialmente encomiable, lo cual repercute en la mente de los jóvenes y se reproduce en las instituciones educativas. Así las cosas, una idea políticamente correcta pasa a formar parte de las concepciones que se patrocinan e impulsan en las instituciones, y que se convierten en dogmas sociales incuestionables e inatacables, como se vio durante el pasado mundial de fútbol con la reacción de horror oficial por la expresión coloquial de “¡putos!”

En este último caso, vale aclarar que el respeto y la tolerancia deben orientar las relaciones individuales y sociales, de suerte que el padecimiento de una distorsión en la percepción sexual no debe ser pretexto para el hostigamiento o la agresión. La homosexualidad no debe ser una sentencia de muerte pero tampoco un timbre de orgullo. En este caso no hay culpables sino situaciones que no tiene caso maquillar conceptualmente.

Al parecer, el polo dominante, a través de sus aparatos de transmisión ideológica y manipulación conductual, amordaza el juicio crítico de la sociedad en favor de una parte de ella, acomodando los conceptos de manera que favorezcan a tal o cual tipo de conducta, en una especie de imperialismo que puede ser político, económico o sexual.


Las mordazas y la imposición de concepciones que no tienen asidero en la vida real, en la moral y costumbres, en la historia y la cultura de la comunidad, en los valores y principios que la sociedad ha consagrado como dignos de observarse, demuestran distorsiones que conviene señalar, moleste a quien moleste. Si la realidad es una, independientemente de nuestra conciencia, ¿por qué no aprender a vivir sin eufemismos?

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