Las exigencias de la modernidad en el
trato y las convenciones sociales que nos permiten comunicarnos sin
necesariamente decir lo que pensamos o lo que son las cosas o los hechos y circunstancias
propias y ajenas, abren un enorme y rico filón de oportunidades para ejercitar
la imaginación, el retruécano, la creatividad en la construcción de imágenes,
conceptos, virtualidades y productos de la ingeniería social que nos deben
maravillar, tanto como persuadir de su uso corriente.
¿Qué sería de la sociedad local,
nacional o internacional si dijéramos de manera respetuosa pero exacta lo que
pensamos o sabemos de tal o cual situación o problema? ¿Podríamos vivir con la
pesada carga de decir lo que sabemos de las personas, animales o cosas con las
que tratamos directa o indirectamente? ¿Sabríamos qué cara poner en caso de ser
sorprendidos diciendo la verdad? ¿Serían soportables las complicaciones de la
objetividad? ¿Podríamos lidiar con las responsabilidades de la sinceridad? La
respuesta a las anteriores preguntas pudiera ser NO. Le comento:
Los valores de la honestidad, la
objetividad, la verdad y la sinceridad entran en conflicto con la formación que
se recibe en las escuelas, en las calles y definitivamente en los medios
masivos de comunicación que pastorean a multitudes de creyentes mediante las
figuras icónicas que aparecen a cuadro. La unilateralidad del mensaje es
consigna, orden ejecutiva, norma de conducta y dogma de fe: cuando un locutor o
comentarista de televisión o radio, por iniciativa propia o por encargo, inicia
una moda en el lenguaje o las costumbres, tenga por seguro de que pronto habrá
muchos que repliquen la forma y contenido del mensaje.
El gobierno es uno de los principales
promotores de conceptos o conductas que pronto prenden en la fértil materia de
la conciencia colectiva. Al respecto, se destacan expresiones como “adultos en
plenitud” para referirse a lo que hasta hace poco llamábamos viejos. Cualquiera
sabe que la plenitud implica la real y amplia posesión y ejercicio de las
capacidades físicas, mentales y sociales del individuo. Si esto es así, ¿por
qué hablar de plenitud cuando el sujeto está en la parte baja de su ciclo
vital? ¿Qué caso tiene no hablar de vejez cuando sobre el “adulto en plenitud”
vuelan en círculos los zopilotes? ¿Es humanitario ocultar los estragos del
tiempo que se manifiestan en la disminución de la vitalidad física, mental o
social? ¿Acaso la artritis, la deformación de la columna, la pérdida de masa
ósea, las arrugas y manchas hepáticas en manos y rostro, el cráneo pelón, las
cataratas, glaucoma o deterioro visual, la pérdida o desgaste severo de piezas
dentales suponen plenitud?
Otras expresiones que llaman la
atención son las referidas a los individuos que padecen alguna deficiencia
física o mental. Aquí encontramos magníficas máscaras verbales que insinúan la
realidad de los sujetos sin atreverse a revelarla: “débil visual” o
“invidente”, por evadir miope severo o ciego. A los miembros de la tropa de los
mancos, mochos, retrasados mentales, deformes, entre otras incapacidades, se
les cataloga como “especiales” o con “capacidades especiales” o “diferentes”.
¿Qué tiene de especial la capacidad disminuida, la pérdida de un ojo, la
carencia de una extremidad, o el defecto de nacimiento?
La compasión y el respeto a la persona
que de esta manera ha sido condenada por la naturaleza o la casualidad, no
tiene por qué transformarse en superioridad ficticia o mérito por el hecho de
padecer capacidades disminuidas. En todo caso, la sociedad no debe ocultar o
maquillar el problema, sino verse obligada a entenderlo, remediarlo o, en
cualquier caso, generar las condiciones para que la vida de estos
desafortunados sea mejor. La mentira o el ocultamiento de la realidad física y
mental de una persona no puede ser una solución aceptable en una sociedad
democrática e incluyente; en todo caso, lo recomendable es llamar a las cosas
por su nombre y trabajar por una mejor calidad de vida para los afectados.
El trato absurdo que se comenta es
manifestación de otro problema que permanece oculto por intereses que no conviene
evidenciar. En la actualidad, nadie (o casi nadie) puede ignorar que la
filantropía tiene como motor la conveniencia, para lo que pondré el ejemplo del
Teletón de Televisa. El dinero que usted aporta va a engrosar la bolsa que la
empresa televisiva se ahorra en impuestos, según ha sido denunciado por
diversos medios tradicionales y
electrónicos. Por esa razón Hacienda devuelve impuestos milmillonarios a
Televisa. Es decir, si usted actúa de buena fe, con un curita en el alma y
coopera en la colecta, en realidad está patrocinando a una empresa que parasita
la beneficencia y evade impuestos con total impunidad, gracias a usted y a su
lacrimógena concepción de la caridad (http://youtu.be/JcITSCF9AnY).
Tras la aparente filantropía actual se esconde el interés económico y el
político.
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Un buen ejemplo del manejo perverso de
conceptos o situaciones que siendo condenables se ennoblecen, es el de la “ayuda
humanitaria” de Estados Unidos a no pocos pueblos. La defensa de valores
occidentales como la democracia y las libertades civiles ha servido para
destruir y avasallar a países como, por ejemplo, Afganistán, Irak o Libia.
Usted seguramente conserva fresca en su memoria la perturbadora situación de la
franja de Gaza palestina, en constante ataque genocida de Israel apoyado por
Estados Unidos y socios. ¿Qué valores pueden justificar la masacre de todo un
pueblo? ¿Qué justifica la limpieza étnica? ¿Qué religión puede patrocinar el
exterminio humano masivo? ¿A nombre de qué dios se justifica el asesinato?
La sociedad eufemística evade llamar a
las cosas por su nombre. La precisión de los conceptos es tabú, es políticamente
incorrecta, incómoda, comprometedora, demasiado cruda para ser pronunciada ante
una sociedad apabullada por la mentira, la simulación y la farsa. La cultura de
la evasión conceptual conforma una mentalidad que se proyecta y trasmite de la
generación actual a las futuras. Tal es el caso de no llamar asesinos y
genocidas a los gobiernos de EE.UU., Inglaterra, Francia, o Israel. En estos
casos siempre debe anteponerse alguna justificación que oculte la verdad y que
propicie la complicidad internacional por comisión o por omisión. ¿Se imagina
el problema moral o político de señalar a Israel como genocida? ¿Y el
Holocausto?, ¿y la calidad internacionalmente consagrada e incuestionable de
víctimas de los judíos? Si usted se atreve a criticarlos corre el riesgo de que
se le catalogue como antisemita o pro-nazi.
Otra situación políticamente
incorrecta sería, guardando las proporciones, criticar el activismo de quienes
favorecen públicamente la conducta homosexual en su afán de hacerla pasar por normal
y socialmente deseable. Quienes sostienen que es aberrante e impropia como
norma social son atacados de inmediato con el epíteto de homofóbicos, o
intolerantes, ignorantes y pre-modernos.
Me gustaría saber más allá de toda
duda si se puede reproducir en condiciones normales un mamífero sin el aporte
femenino y masculino. Como usted sabrá, el cine y la televisión intentan
persuadirnos de que la relación homosexual es normal y socialmente encomiable,
lo cual repercute en la mente de los jóvenes y se reproduce en las instituciones
educativas. Así las cosas, una idea políticamente correcta pasa a formar parte
de las concepciones que se patrocinan e impulsan en las instituciones, y que se
convierten en dogmas sociales incuestionables e inatacables, como se vio
durante el pasado mundial de fútbol con la reacción de horror oficial por la expresión
coloquial de “¡putos!”
En este último caso, vale aclarar que
el respeto y la tolerancia deben orientar las relaciones individuales y
sociales, de suerte que el padecimiento de una distorsión en la percepción
sexual no debe ser pretexto para el hostigamiento o la agresión. La homosexualidad
no debe ser una sentencia de muerte pero tampoco un timbre de orgullo. En este
caso no hay culpables sino situaciones que no tiene caso maquillar
conceptualmente.
Al parecer, el polo dominante, a
través de sus aparatos de transmisión ideológica y manipulación conductual,
amordaza el juicio crítico de la sociedad en favor de una parte de ella,
acomodando los conceptos de manera que favorezcan a tal o cual tipo de
conducta, en una especie de imperialismo que puede ser político, económico o
sexual.
Las mordazas y la imposición de
concepciones que no tienen asidero en la vida real, en la moral y costumbres,
en la historia y la cultura de la comunidad, en los valores y principios que la
sociedad ha consagrado como dignos de observarse, demuestran distorsiones que
conviene señalar, moleste a quien moleste. Si la realidad es una,
independientemente de nuestra conciencia, ¿por qué no aprender a vivir sin
eufemismos?
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