El gobierno de Copetitlán cuenta en su
haber un año de reformas que, con pompa y circunstancia, ha anunciado, impuesto
y presumido ante propios y extraños. En
una curiosa versión del parto de los montes, las tierras copetitlanas se viste
de gala para dar la bienvenida a la modernidad, a la puesta al día y a la
vanguardia que tuvo que esperar 12 años para llegar al puerto de ilusión que es
el senado y la cámara de diputados, logrando salir con oreja y rabo de la faena
estelar que hace rugir de emoción y ovacionar desde las graderías a los
observadores internacionales que comen y beben a la salud de las trasnacionales
de la alimentación, el petróleo y las finanzas. El viejo aserto de que México
era un país muy fácil de conquistar porque bastaba controlar a un solo hombre
tiene plena vigencia.
Mientras que la mayoría de los
copetitlanos buscan en el arsenal de pretextos y justificaciones oficiales las
razones de peso capaces de explicar por qué se renuncia a la soberanía
nacional, otros más avezados en analizar eso que aún se llama realidad simplemente
declaran “es que las dieron a la primera oportunidad”, refiriéndose a las
facilidades con que se han cumplimentado los apetitos y la voracidad de las
trasnacionales gringas y similares. La serie de reformas aprobadas con una
oposición minoritaria tienen dos lecturas:
la primera revela que los partidos mayoritarios y su fauna de acompañamiento
son las dos caras de la misma moneda ideológica neoliberal, esencialmente
extranjerizante por excluir de sus consideraciones los frutos de la inteligencia nacional, es
decir, suponen que nada de lo nuestro puede ser útil, salvo que sean materias
primas y recursos naturales diversos. La formación científica y tecnológica
nacional no cubre las cuotas mínimas que requiere el avance de la economía mundial,
por lo que se debe servir y supeditar todo al extranjero, porque “ellos sí
saben cómo hacerlo”. La anterior percepción recuerda la que
tenía Porfirio Díaz víctima de sus complejos por ser de origen indígena frente
a los extranjeros blancos.
La segunda declara, simple y
llanamente, que los actuales diputados y senadores de los partidos mayoritarios
son una bola de desclasados, apátridas y prostitutos legislativos, que aprueban
reformas a modo con los intereses de los corporativos nacionales y extranjeros.
Como está visto, las mayorías no necesariamente cuentan con la razón histórica
cuando hay un gobierno mediático y una población apática y conformista.
Al parecer, la nación se encuentra en
trabajos intensivos de bacheo para dar paso a una nueva realidad donde los
colores del centralismo brillen con el esplendor del siglo XIX. ¿Para qué
molestarse en que cada entidad federativa tenga y decida su forma de elección a
los cargos del gobierno? ¿Por qué gastar en órganos electorales locales si
alguien desde una oficina a 2 mil kilómetros lo puede hacer bien? ¿Qué caso
tiene sostener el viejo lema de “sufragio efectivo, no reelección”, cuando la
democracia es administrada desde oficinas centrales al gusto de la clientela
extranjera?
La reelección hasta cuatro veces de
los diputados, una de los senadores y presidentes municipales, síndicos y
regidores, permite que las camarillas puedan marcar su territorio legislativo y
aprovechar el poder y la autoridad para hacer negocios. Es indudable que quien
busca la permanencia deja de tener compromisos con sus electores populares y,
en cambio, fortalece sus vínculos e intereses con los patrocinadores que
esperan obtener algo de esa “inversión” política que se traduce en
prerrogativas mercantiles. En este contexto, acude al auxilio del reeleccionismo
el aparato mediático integrado por la
televisión, la prensa tradicional y electrónica, las agencias de publicidad,
diseño de imagen, encuestas y las productoras de objetos como tazas, vasos, gorras,
distintivos, banderolas, mantas y demás productos promocionales. Como se puede
ver, la parafernalia electoral es un gran
negocio y una ventana de oportunidades para el lucro, la corrupción y los
acuerdos corporativos. Basta con ver lo que ocurre en el patio de nuestros vecinos
los gringos. Nuestros complejos se revelan en los cambios a la legislación para
parecernos lo más posible a ellos: “los extranjeros saben cómo hacerlo”.
Así, mientras el gobierno celebra sus
capacidades imitativas, la realidad copetitlana transcurre con una originalidad
sospechosa por ser propia: las variadas dimensiones de lo nacional parecen
fundirse en una sola voz, en un reclamo que surge de las entrañas mismas de la
patria: ¡Basta ya de farsas neoliberales! ¡No a la entrega de los recursos
nacionales al extranjero! ¡Por una educación pública nacionalista, gratuita y
de calidad! ¡Por una democracia real y sin exclusiones! Los discursos de corte triunfalista
que asocian nuestro progreso a un conjunto de reformas que fueron diseñadas por
el enemigo no convencen a la mayoría de los ciudadanos. Por eso la protesta
popular está a la orden del día, y así seguirá.
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