Ya ve usted que los medios impresos y
electrónicos le meten en la cabeza a la gente que a ruta del país es hacia
adelante, hacia un futuro promisorio donde habrá empleo, baja inflación,
salario justo, seguridad, buena educación, cobertura hospitalaria, estabilidad
macroeconómica y una serie de bondades emanadas de acuerdos y tratados con el
exterior. La ruta hacia el progreso pasa por México y, desde luego, uno de los
puntos del trayecto es Sonora.
Las bendiciones y augurios parecen ser
administrados por la mano firme y progresista de hombres con la mirada puesta
en las ventajas de la globalización, la apertura comercial y energética,
combinada con una sabia política laboral que haga de nuestro país un paraíso
para los inversionistas, cuyos capitales y sapiencia derramarán sus prodigios
por las actuales arideces nacionales. La prensa, siempre atenta y perspicaz, da
cuenta de todos estos sucesos presentes y futuros sin escatimar adjetivos ni
ocultar sustantivos ni verbos, demostrado que también se hace patria al abonar
el terreno de las inserciones pagadas o por concepto de espacio gubernamental.
La vida en rosa del Estado tiene por heraldo fiel la maquinaria mediática que la perpetúa y magnifica.
Si el panorama está pintado de los más
vivos colores, ¿para qué preocuparnos por las sombras y manchones de la
realidad?
Desde hace muchos años la certidumbre
de contar con petróleo al amparo de la Carta Magna y leyes secundarias, nos
persuadió de que la abundancia era lo que habríamos de administrar, no los precarios recursos
públicos ni la miseria expresada en los colores y sabores típicos de un pueblo
mayoritariamente de salario mínimo o niveles de infra-subsistencia, frente a
otro segmento menor de gran poder adquisitivo, forrado de dinero y blindado de
impunidad ante la ley. Al inicio de la década de los 80, el discurso oficial
centró sus baterías en la descentralización administrativa sin soltar prenda en
lo relativo al poder, representado por la capacidad de controlar las decisiones
mediante el simple expediente de tener la llave del dinero a buen recaudo.
La llamada década perdida replanteó la
relación del gobierno nacional con los locales e inauguró procesos de
racionalidad económica al establecer la obligatoriedad de la planeación, aunque
durante los años 90 el rigor metodológico se fue relajando hasta llegar a la
caricatura pestilente que hoy dibuja sexenalmente el gobierno de la república y
que da en llamar “plan nacional de desarrollo”.
En la medida en que los propósitos
nacionales ceden ante los embates del mercado a la hechura y conveniencia de
EE.UU., nuestras instituciones y leyes se repliegan en cuanto a su sentido
social y nacionalista para quedar como simples piezas del engranaje de la
dependencia. Sin sentirlo, se ha dado un golpe de estado a la nación desde el
propio gobierno que está obligado a cumplir y hacer cumplir la Constitución y
las leyes que de ella emanen. Pero como éstas cambian a modo de satisfacer los
apetitos expansionistas y depredadores de nuestros “socios” del norte, ahora
tenemos que es legal aunque no necesariamente legítimo, el obsequioso mecanismo
económico, jurídico y político que nos priva de nuestros recursos naturales y
estratégicos, nos hace llamar industria a la absurda instalación de maquilas,
comprometer la calidad del ambiente y la existencia de flora y fauna que son
vitales para el presente y futuro de la nación.
Ahora, gracias al cambio en la
Constitución y en las leyes secundarias, es legal la criminalización de los
deudores de la banca, la de los maestros que defienden la educación pública, la
de los ciudadanos que se organizan para reclamar sus derechos, la de quien
aspira a tener un trabajo decente, un salario digno, un mejor futuro para los
hijos.
La entrega de la nación a los
intereses privados predominantemente extranjeros, hace pensar que en México se
ha dado un giro hacia el pasado, hacia las nebulosidades del porfiriato, hacia
la certidumbre de que son los extranjeros y no nosotros quienes podrán sacar el
mejor provecho de todo lo que la naturaleza nos ha dado. Nuestro siglo XXI es,
al parecer, el de la profundización de la dependencia, la liquidación de los
derechos sociales y económicos conquistados con sangre durante nuestra etapa
revolucionaria. Estamos, por decreto, de espaldas al futuro.
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