“La Navidad no es un momento ni una estación, sino un estado
de la mente. Valorar la paz y la generosidad es comprender el verdadero
significado de Navidad.”
Los pocos días que nos azota el viento
helado y la temperatura baja significativamente nos hacen saber que el
invierno, siempre evasivo y discreto en nuestra tierra, toca la puerta de
nuestras conciencias y sondea los bolsillos con ánimo especulativo: ¿alcanzará
el aguinaldo para pagar la cena de Navidad y año nuevo? ¿Tendremos para los
regalitos que estamos obligados a entregar por la tradición representada por el
hombre gordo, rubicundo, vestido de rojo que ríe con un “¡jo-jo-jo!” tan
artificial como entrañable?
Mientras estamos entretenidos en ejercicios
mentales de sumas y restas de nuestros haberes contra las obligaciones sociales
a cumplir, la imagen de la Navidad se transforma, distorsiona y replantea bajo
nuevas premisas: “tanto tengo, tanto valgo, luego entonces mi amistad, amorosa
relación y apego familiar depende de los pesos y centavos de que pueda disponer
en el presente o en el futuro, si considero el crédito que me permiten las
tarjetas bancarias y comerciales disponibles”.
La Navidad es propicia para reflexionar
sobre lo que pudo haber sido y no fue, sobre lo que tenemos y lo que perdimos,
sobre la ropa que ya no podemos usar y sobre el arsenal de recuerdos que
habremos de procesar de esta fecha en adelante, hasta despertar en el nuevo año
que deseamos pero que nos preocupa.
¿La solidaridad con nuestros semejantes
es motor de acciones positivas y producto de una conciencia despierta por
influjo del amor al prójimo y la hermandad que nos han dicho que existe entre
los seres humanos, gracias a la religión, la que esta sea? ¿Obramos debido a
nuestra conciencia y posibilidades de mejorar nuestras vidas y las de los
demás? ¿Amamos al prójimo como a nosotros mismos?
¿Somos empáticos y dispuestos a dar
antes que recibir movidos por el amor al prójimo o reservamos nuestra
afectividad sólo en estas fechas y únicamente para los más cercanos? ¿Nos
declaramos sensibles al dolor ajeno o sólo tenemos ojos para ver nuestras
carencias y deseos?
Sea cual sea la respuesta a la cuestión
anterior, subyace en las motivaciones navideñas la imagen del hombre gordo
vestido de rojo y envuelto en una nube de frío, nieve y regalos para repartir
en cada hogar, lo que nosotros estimamos como una venturosa ocasión de ir a los
centros comerciales y reventar el crédito disponible gracias a la intervención
bancaria en nuestras vidas y destinos.
La música navideña, ahora reducida a
cancioncillas plagadas de lugares comunes y cursilería, en inglés, sustituyen
con éxito a los viejos villancicos nacionales, las pastorelas, el arte poético
de nuestras ancestros y la herencia española que llenó de música y símbolos que
convertimos, gracias al tiempo y la constancia, en parte de una herencia que
compartimos y que ahora nos confiere la nacionalidad mexicana y latinoamericana
que debemos defender frente a las amenazas económicas y culturales, sobre todo,
del extranjero anglosajón.
Pues sí, viene la Navidad con su cauda
de consumo frenético es aras de una cordialidad etiquetada con precios de
rebaja, de oportunidades de temporada, de consumos repetitivos y sin identidad
propia, de despojos culturales mal masticados y mínimamente digeridos: nos
desnacionalizamos y transculturizamos gracias al consumo y al motor de impulso
del gasto superfluo, de suerte que la Navidad es obra milagrosa del comercio
organizado y no de una fe que se diluye entre música estridente que pretende
llamar la atención del posible cliente, de amor a granel y etiquetado como
oferta de ocasión, de consumo sin más razón que la mercantilización de las
fechas y la manipulación de las conciencias: “consumo, luego existo”.
Al salir de compras es fácil ver a uno,
dos o más indigentes, agrupados a veces en zonas oscuras de la ciudad y en
otras ocasiones en las plazas públicas o a las afueras de los comercios, bancos
y escuelas…, la pobreza asalta a la Navidad sin que casi nadie entienda el
mensaje que contiene la imagen encorvada, envilecida de un ser humano que se
consume en medio de mugre y abandono. ¿No te merece compasión, solidaridad,
apoyo el que nada tiene? ¿Sólo hay que sacarle la vuelta al indigente, porque
molesta su apariencia y apesta a mierda y degradación?
Ante la imagen que rechazamos por
razones de higiene y precaución, ¿no sería bueno replantear nuestra idea de la
Navidad y de aquí en delante hacerla posible para nuestra familia y para todos,
no como un festejo anual sino como compromiso personal de carácter permanente?
La Navidad viene, y me parece que
deberíamos hacer posible que recuperara el sentido original de su mensaje: la
hermandad humana se alimenta de nuestra disposición a ser hermanos, a reconocer
en el semejante la propia imagen, el propio interés vital y, por ende, el
propio destino.
Estando así las cosas, ¿tenemos
conciencia de lo que es y vale el amor al prójimo o solamente es un objeto
envuelto y etiquetado en el comercio local que se compra de ocasión?
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