“No
es saludable estar adaptado a una sociedad profundamente enferma” (Jiddu Krishnamurti).
Como usted sabrá, en Hermosillo y otras
ciudades se convocó a una marcha por la vida, postulando que el respeto a la
vida debe darse desde la concepción hasta el final. Seguramente el
planteamiento es acogido por muchos que saben que la defensa de lo humano
inicia por el elemento vital que lo crea y desarrolla, porque la vida es una
etapa digna de contar con las mejores condiciones posibles en una sociedad consciente
del valor del otro, del semejante que lucha y vive contribuyendo a la riqueza
del grupo y a su sobrevivencia. La unidad, la solidaridad y el respeto mutuo
son piezas esenciales en la integración civilizada de las sociedades. El
respeto a la vida es en sí un valor que debe subsistir independientemente de
nuestra ideología religiosa o convicción política y social.
Con esta idea en mente, estaremos de
acuerdo en que la sociedad no sólo es la suma de individuos que persiguen sus
fines particulares sino la interacción de seres sociales animados por valores
defendibles por su trascendencia y garantes de la sobrevivencia y prosperidad
del conjunto social. El respeto a las leyes y las costumbres, a la cultura y
tradiciones de la comunidad son fundamentales para la cohesión e identidad que
reconocemos como propia. Sin embargo, la dinámica generada por factores como el
económico en su derivación política e ideológica llamada neoliberalismo que
azota al país y al mundo desde hace poco más de tres décadas, alienta un
individualismo obsceno centrado en objetivos alejados de lo social: es el
individuo en pos de su propia satisfacción a costa de lo que sea, y eso supone
subordinar el bienestar ajeno al propio, sustituyendo el “nosotros” por el
“yo”.
En este contexto, resulta frecuente la
discriminación de unos por otros, empeñados en una lucha constante por el
interés personal convertido en necesidad de imperiosa satisfacción, así tenemos
una sociedad que expulsa a sus miembros, sea por pobreza, por discapacidad, por
su aspecto, por sus ideas políticas, sociales, culturales, o por su edad.
Tenemos multitudes de indigentes, de
desempleados, de asalariados con el mínimo, de pobres crónicos y de
desahuciados sociales que pululan por las calles de la ciudad sin más compañía
que sus frustraciones y soledad. Muchos menores de edad son víctimas del abuso
físico y psicológico, de ser convertidos en mercancía para los negocios
sexuales; muchas familias no pueden integrarse por falta de recursos económicos
en los que el padre vive aparte de la madre y sus hijos sin esperanza de otra
cosa más que sufrir la distancia y el peso moral que surge del abandono
involuntario y la falta de oportunidades.
Padecemos gobiernos autocomplacientes,
comodones, que se empeñan en hacer del puesto público una ventana de
oportunidades para negocios privados, para el saqueo del erario, para el desvío
de recursos y el tráfico de influencias y cultivo de complicidades que
garanticen la impunidad, así como camarillas apalancadas que pegan mordiscos a
los recursos de la salud y seguridad social como es el caso de ISSSTESON, donde
desaparecen varios miles de millones de pesos bajo el supuesto de que los
trabajadores seguirán siendo los que paguen los platos rotos, por vía del
aumento de cuotas y la reducción en los hechos de sus prestaciones.
Son cada vez más los ciudadanos y sus
familias que sufren de la violencia callejera y doméstica, del robo y el
asesinato, ante la mirada ajena de las corporaciones policiacas que más parece
que se dedican a la protección de delincuentes que a la defensa del orden y la
preservación del estado de derecho; es más frecuente leer en la prensa
cotidiana titulares como “suman 25 homicidios
en octubre en Cajeme”, “acribillan a uno en el Palo verde”, sin olvidar los
asaltos, el vandalismo y la contaminación del espacio público.
En suma, las ciudades son cada vez más
peligrosas y la vida del ciudadano vale cada vez menos, toda vez que sus derechos
más elementales han desaparecido en los hechos o están en vías de hacerlo. Por
otro lado, caemos en las garras de la moda, de la apariencia, de la compulsión
del cambio por el cambio en sí, dejando de lado el progreso real, el desarrollo
humano, la posibilidad de crecer como sociedad responsable de sus hijos. Será por
eso por lo que la defensa de la vida se circunscribe a los que están por nacer
y dejamos para otro momento a los que ya están aquí, luchando por sobrevivir,
por ocupar de pleno derecho un lugar entre nosotros y que, sin embargo, son
excluidos. Una sociedad que privilegia los negocios y las conveniencias
personales antes que la solidaridad deja mucho que desear en materia de
humanismo, no sólo de palabra sino demostrado en los hechos.
¿Por qué no marchamos por los
damnificados del Río Sonora, por los desempleados, por los trabajadores defraudados
por el ISSSTESON, por las víctimas de la injusticia y prepotencia del poder,
por los niños y mujeres explotados, por los indigentes y demás parias sociales
que vemos en las calles y plazas como apestados? ¿Por qué nos resistimos a emprender
una huelga general contra las transnacionales que explotan irresponsablemente
nuestros recursos naturales, contra la política económica nacional, contra el
saqueo y desviación de los recursos públicos, contra la privatización de la
salud y la seguridad social, o exigiendo trabajo, salud, educación, vivienda,
justicia y bienestar para todos?
Por otra parte, ¿cómo oponerse a que una
mujer vejada sexualmente tome medidas para evitar una maternidad que no desea?
¿Cómo acusar de asesina a una embarazada cuyo producto tenga graves
malformaciones, o que el embarazo ponga en peligro su vida? Es difícil
encontrar a alguien que crea sinceramente que el aborto es un capricho antes
que una decisión dramática y moralmente traumática. En cualquier caso, es
imprescindible no juzgar a la ligera y sin ponerse en el lugar del otro; es
imperativo no dejarse atrapar por la facilidad de una condena inquisitorial y
dejar fluir no sólo empatía sino el deseo de apoyar a quien la sufre.
Es posible que nos falte desarrollar
nuestras capacidades de comprensión del dolor ajeno, de hacernos cargo de la
desprotección de muchos, del campo de batalla en que hemos convertido nuestras
ciudades, de la peligrosidad del ambiente que ha formado nuestra propia
persecución de la comodidad y autosatisfacción. En todo caso, ¡humanicémonos!
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