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domingo, 30 de julio de 2017

La comisión somos todos

                                                   “Donde hay sociedad hay derecho” (principio de derecho).

Se calienta el horno de la anticorrupción “ciudadana” por la fácil vía de los dimes y diretes de los directamente involucrados en el asunto de la selección y eventual operación del comité de participación ciudadana que se adherirá al aparato de vigilancia de la legalidad y, sobre todo, de la salud de los órganos formalmente llamados a cuidar el orden y la pulcritud en los procedimientos públicos.

Según se ve, muchos fueron los llamados, pero pocos los elegidos, y aún ellos pasan por un proceso de depuración y de fiscalización que si no fuera normal se podría pensar en canibalismo ciudadano. El pesado baldón de un priismo situado en el pasado reciente de una de las elegidas despertó la suspicacia, el purismo y la sospecha de males futuros para el recién parido cachivache aledaño a la administración pública. Como es del conocimiento de todos, la aparente tersura del proceso ya evidencia arrugas y rasgones que, siendo el órgano nuevo, parece que empieza viejo y desacreditado.

El representante de los intereses mineros dio muestra su celo inquisitorial desde la presidencia de la comisión de selección y arremetió con todo, al señalar que pediría la renuncia de la ex-priista contaminadora del ambiente virginal del novísimo escenario de participación ciudadana. En reacción directa, la dama cuestionada presenta su renuncia y una connotada integrante seleccionadora también pinta su raya por considerar que “los espacios de aportación se cierran”.

Existen señalamientos de que, entre los seleccionados, hay personas que no deberían estar por la posibilidad de generar un conflicto de intereses, pero, como alguno dijo, la cosa se puede resolver acatando la solicitud expresa a ahuecar el ala por parte del citado comité. De no ocurrir, pues ya se “resolvió” el conflicto.  

Más allá de los detalles que usted puede leer cómodamente en las notas periodística de estos días, llama la atención que los problemas de la corrupción se pretendan atacar con el nombramiento de comisiones, comités o consejos integrados por personas que, impolutas, no tengan ligas con algún partido político, seleccionadas por un grupo de ciudadanos que fue nombrado por el Congreso del Estado, que, como se sabe, está formado por los representantes populares que emanan y se agrupan en fracciones de tal o cual partido político. El argumento de la pureza basado en la no militancia partidista suena bien si no fuera que quien promueve, implementa y sanciona el asunto es, en todo caso, una representación política. En este contexto de corrupción “administrable”, la pureza resulta ser tan incierta como lo es la “representación ciudadana” de los propios diputados.

La idea de crear comités de participación ciudadana funciona porque casi nadie se resiste a formar parte de algo con una relación directa con las funciones que debe desempeñar el gobierno y que proporciona lucimiento y existencia pública. Resulta ser bastante seductora la expectativa de recibir dinero extra por hacerle el caldo gordo a la administración en turno, y seguir gozando del sueldo mensual que el empleo civil actualmente desempeñado proporciona con las ventajas de ley. Así pues, se crea un sistema de becarios que orbitará el sector público y dará lustre a la carcomida superficie del gobierno. La “ciudadanización” de los entes públicos es un maquillaje apropiado para una administración signada por el agandalle y la corrupción como forma natural del sistema al que sirve.

En este furor de ciudadanización a modo surgen, desde luego, “especialistas” en pos de emitir recomendaciones y plantear formas de organización de la cosa pública sin haber tenido la buena o mala fortuna de haber desempeñado función alguna en el área que ahora dicen conocer y poder criticar y corregir. El deterioro de la imagen del servidor público se acentúa en los años 90, pero su declive se profundiza en los tiempos aciagos del panismo hecho gobierno. Aquí, los profesionales de la administración pública debieron rendir cuentas a los empresarios, a los académicos con ánimo de trepador presupuestario que cobran y pasan por “asesores”, a los parientes, amigos y socios del funcionario en turno, entre otros beneficiarios del descrédito del sector que hace posible el funcionamiento ordenado de la estructura económica y política de la sociedad.

La sublime mentecatez de algunos llega al nivel de creer que el problema de la corrupción es asunto de comisiones y que la seguridad pública se resuelve solamente con mayor equipo y organización de las fuerzas policiales, dejando de lado el elemento desencadenante de la delincuencia, ligado, evidentemente, a la falta de oportunidades de empleo e ingreso y el acceso a los beneficios del progreso social. Una sociedad donde se regatea al pueblo la educación, empleo, ingreso y seguridad social por fuerza se corrompe y atenta contra sus propios miembros.
 
A pesar del discurso contra la corrupción y los esfuerzos por reformar las leyes y la organización de las dependencias de gobierno, queda la sospecha de que estamos siendo víctimas de un juego de apariencias que solamente genera mayores complicidades y menores posibilidades de resolver el problema de fondo. El sistema se defiende mediante la fabricación de pantallas, de disfraces democráticos que no tocan ni cuestionan las condiciones de su existencia, y que incluso las disimulan. Queda claro que quien se sienta parte del sistema lo va a defender, justificar y promover. La corrupción es, en este sentido, un problema ideológico y político e implica una forma específica de acción donde el fin siempre justifica los medios.


El problema, como es ahora común, es que casi nadie se percibe como un colaborador del sistema, aunque tenga la expectativa de recibir sueldo, o una “compensación” o “estímulo” mensual o quincenal a cambio de dar su nombre e imagen a la entidad que, supuestamente, legitima y avala la honestidad pública. Desde luego, queda fuera de toda consideración la existencia de una Contraloría General y la observancia de las leyes y reglamentos que norman las acciones y responsabilidades de los servidores públicos. Parece que la ignorancia intencional del marco legal vigente (o sus omisiones informadas) es una bendición para quienes se sienten dispuestos a hacer negocios con los males públicos.

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