“Donde hay sociedad hay derecho”
(principio de derecho).
Se calienta el horno de la
anticorrupción “ciudadana” por la fácil vía de los dimes y diretes de los
directamente involucrados en el asunto de la selección y eventual operación del
comité de participación ciudadana que se adherirá al aparato de vigilancia de
la legalidad y, sobre todo, de la salud de los órganos formalmente llamados a
cuidar el orden y la pulcritud en los procedimientos públicos.
Según se ve, muchos fueron los llamados,
pero pocos los elegidos, y aún ellos pasan por un proceso de depuración y de
fiscalización que si no fuera normal se podría pensar en canibalismo ciudadano.
El pesado baldón de un priismo situado en el pasado reciente de una de las
elegidas despertó la suspicacia, el purismo y la sospecha de males futuros para
el recién parido cachivache aledaño a la administración pública. Como es del
conocimiento de todos, la aparente tersura del proceso ya evidencia arrugas y
rasgones que, siendo el órgano nuevo, parece que empieza viejo y desacreditado.
El representante de los intereses
mineros dio muestra su celo inquisitorial desde la presidencia de la comisión
de selección y arremetió con todo, al señalar que pediría la renuncia de la
ex-priista contaminadora del ambiente virginal del novísimo escenario de
participación ciudadana. En reacción directa, la dama cuestionada presenta su renuncia
y una connotada integrante seleccionadora también pinta su raya por considerar
que “los espacios de aportación se cierran”.
Existen señalamientos de que, entre los
seleccionados, hay personas que no deberían estar por la posibilidad de generar
un conflicto de intereses, pero, como alguno dijo, la cosa se puede resolver acatando
la solicitud expresa a ahuecar el ala por parte del citado comité. De no
ocurrir, pues ya se “resolvió” el conflicto.
Más allá de los detalles que usted puede
leer cómodamente en las notas periodística de estos días, llama la atención que
los problemas de la corrupción se pretendan atacar con el nombramiento de
comisiones, comités o consejos integrados por personas que, impolutas, no tengan
ligas con algún partido político, seleccionadas por un grupo de ciudadanos que
fue nombrado por el Congreso del Estado, que, como se sabe, está formado por
los representantes populares que emanan y se agrupan en fracciones de tal o
cual partido político. El argumento de la pureza basado en la no militancia
partidista suena bien si no fuera que quien promueve, implementa y sanciona el
asunto es, en todo caso, una representación política. En este contexto de
corrupción “administrable”, la pureza resulta ser tan incierta como lo es la
“representación ciudadana” de los propios diputados.
La idea de crear comités de
participación ciudadana funciona porque casi nadie se resiste a formar parte de
algo con una relación directa con las funciones que debe desempeñar el gobierno
y que proporciona lucimiento y existencia pública. Resulta ser bastante
seductora la expectativa de recibir dinero extra por hacerle el caldo gordo a
la administración en turno, y seguir gozando del sueldo mensual que el empleo civil
actualmente desempeñado proporciona con las ventajas de ley. Así pues, se crea
un sistema de becarios que orbitará el sector público y dará lustre a la carcomida
superficie del gobierno. La “ciudadanización” de los entes públicos es un
maquillaje apropiado para una administración signada por el agandalle y la
corrupción como forma natural del sistema al que sirve.
En este furor de ciudadanización a modo
surgen, desde luego, “especialistas” en pos de emitir recomendaciones y
plantear formas de organización de la cosa pública sin haber tenido la buena o
mala fortuna de haber desempeñado función alguna en el área que ahora dicen
conocer y poder criticar y corregir. El deterioro de la imagen del servidor
público se acentúa en los años 90, pero su declive se profundiza en los tiempos
aciagos del panismo hecho gobierno. Aquí, los profesionales de la
administración pública debieron rendir cuentas a los empresarios, a los
académicos con ánimo de trepador presupuestario que cobran y pasan por
“asesores”, a los parientes, amigos y socios del funcionario en turno, entre
otros beneficiarios del descrédito del sector que hace posible el
funcionamiento ordenado de la estructura económica y política de la sociedad.
La sublime mentecatez de algunos llega
al nivel de creer que el problema de la corrupción es asunto de comisiones y
que la seguridad pública se resuelve solamente con mayor equipo y organización
de las fuerzas policiales, dejando de lado el elemento desencadenante de la
delincuencia, ligado, evidentemente, a la falta de oportunidades de empleo e
ingreso y el acceso a los beneficios del progreso social. Una sociedad donde se
regatea al pueblo la educación, empleo, ingreso y seguridad social por fuerza
se corrompe y atenta contra sus propios miembros.
A pesar del discurso contra la
corrupción y los esfuerzos por reformar las leyes y la organización de las
dependencias de gobierno, queda la sospecha de que estamos siendo víctimas de
un juego de apariencias que solamente genera mayores complicidades y menores
posibilidades de resolver el problema de fondo. El sistema se defiende mediante
la fabricación de pantallas, de disfraces democráticos que no tocan ni
cuestionan las condiciones de su existencia, y que incluso las disimulan. Queda
claro que quien se sienta parte del sistema lo va a defender, justificar y
promover. La corrupción es, en este sentido, un problema ideológico y político
e implica una forma específica de acción donde el fin siempre justifica los
medios.
El problema, como es ahora común, es que
casi nadie se percibe como un colaborador del sistema, aunque tenga la
expectativa de recibir sueldo, o una “compensación” o “estímulo” mensual o
quincenal a cambio de dar su nombre e imagen a la entidad que, supuestamente,
legitima y avala la honestidad pública. Desde luego, queda fuera de toda
consideración la existencia de una Contraloría General y la observancia de las
leyes y reglamentos que norman las acciones y responsabilidades de los
servidores públicos. Parece que la ignorancia intencional del marco legal
vigente (o sus omisiones informadas) es una bendición para quienes se sienten
dispuestos a hacer negocios con los males públicos.
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