“Hay dos clases de economistas; los que quieren hacer más
ricos a los ricos y los que queremos hacer menos pobres a los pobres” (José Luis Sampedro,
1917-2013).
En Hermosillo, como en el resto de las
ciudades grandes de Sonora, se habrá de resentir el aumento al transporte
colectivo establecido por el consejo ciudadano del transporte, en el bolsillo
de las sufridas familias que dependen de este medio para llegar al trabajo o la
escuela. La moneda de la publicación en el boletín oficial del gobierno está en
el aire y todo mundo está con el Jesús en la boca.
Escribimos a muchas manos la historia
reciente del saqueo al erario y el desfondo de las pensiones, el aumento de los
combustibles y la inflación y los pinchurrientos aumentos del microsalario de
los trabajadores, con el apuro de quien desea registrar los atropellos que
sufre un proletariado sin cabeza, un cuerpo sin esa bola o protuberancia que
los seres humanos llevan arriba de los hombros y apoyada en el cuello, quizá
para dejar constancia de lo que significa ser ciudadano en un país donde la
conciencia muere aletargada por la ludopatía y el relajamiento de las
costumbres y del sentido común.
La miseria no está completa sin la
inmovilidad de quienes ya no cuentan con el tiempo y la distancia correcta para
hacer valer sus derechos. El espacio se amplía cuando hay que caminar bajo el
peso de un clima que calcina los más sentidos reclamos, las más justas
objeciones y los más elementales derechos humanos. El aumento a las tarifas es
un gancho al hígado a la democracia y un desmentido monumental al discurso de
los derechos humanos. Un “consejo ciudadano” da razones técnicas para acabar de
joder a los demás ciudadanos en un ejercicio donde una minoría aparentemente
calificada descalifica la realidad que viven miles y miles de trabajadores en
Hermosillo y el resto de Sonora, metiendo su trasero en los costos de los
insumos y la expectativa de un subsidio, pero olvidando la cruda realidad y el
peso de las decisiones que nunca deben ser simplemente “técnicas” sino
políticas y amparadas por el objetivo del bien común.
El transporte (cualquier suato
cachababas lo sabe) permite el encuentro entre la oferta y demanda, de suerte
que en su ausencia los supuestos básicos del mercado no se realizan cabalmente.
Un incremento desproporcionado en las tarifas genera más problemas que
soluciones, si tomamos en cuenta el encarecimiento general de la canasta básica
frente a la relativa inmovilidad de los salarios. Es claro que el deterioro de
la capacidad adquisitiva afecta la vida familiar y crea fricciones entre el
capital y el trabajo, con el consecuente aumento de la inseguridad pública y la
ausencia de soluciones prontas y efectivas de parte de las autoridades competentes
(sic).
En este escenario, la economía como
ciencia social y los consejos de sus practicantes, deben orientarse por
determinantes sociales y políticos que eviten los impactos de un alza
desproporcionada de los costos de insumos y productos, so pena de enfrentarse a
un escenario de rispidez popular y de ingobernabilidad. Lamentablemente, los
señores del “consejo ciudadano del transporte” se limitaron a la aritmética
chambona de los costos sin tomar en cuenta las complejidades de su
implementación y las facturas políticas que habrá de enfrentar el gobierno de
la señora de Torres, así como las que ya enfrenta el del muy disminuido señor
Peña. Estamos ante el caso de unas reformas estructurales que en realidad
desestructuran a la nación.
Para un país como el nuestro resulta una
verdadera vacilada hablar de apertura y alianzas comerciales con los países de
Asia, por ejemplo, si carece de un aparato productivo fuerte o por lo menos
bien consolidado, tanto como insistir en la relación subalterna que plantea el
TLCAN. Da pena ajena oír el discurso integracionista cuando las condiciones
sugieren dar prioridad al mercado interno y fortalecer el aparato productivo, a
la par que replantear el modelo económico vigente, que ha empobrecido a poblaciones
cada vez mayores y cancela el futuro de las generaciones de jóvenes en busca de
su primer trabajo, así como el de los trabajadores activos que ven esfumarse
sus posibilidades de llegar a una edad de retiro con la garantía de una pensión
digna. La relación entre el trabajo y la seguridad social es evidente: ante la
ausencia de trabajo decente, se tiene una seguridad social precarizada o
simplemente inexistente, situación que ahora se legaliza con el “outsourcing”
en la llamada reforma laboral de Peña Nieto.
Si los ciudadanos pegan de gritos por el
aumento en las gasolinas y ahora por el transporte sin reparar que el origen
del problema está en el modelo económico, no habrá poder humano que convenza a
las mayorías a movilizarse y hacer valer su ciudadanía frente al poder público
y revertir estas medidas de claro acento neoliberal. El problema, ayer y hoy es
el modelo.
Cada alza en las tarifas de los bienes y
servicios trae aparejada otras medidas que repercuten en la reducción de los
espacios públicos: subrogación de los servicios en los hospitales, la
privatización de las farmacias y el encarecimiento de los servicios de salud,
sin olvidar que las pensiones se han convertido en el gran negocio de los
bancos y las administradoras de fondos surgidas por la reforma a la ley del
IMSS e Issste. En este esquema impulsado por los organismos financieros
internacionales y acatado bobaliconamente por el gobierno (sic) mexicano, los
fondos pensionarios se entregan a empresas administradoras quienes reciben las
ganancias mientras que las pérdidas se transfieren a los trabajadores.
El asalto a la economía de los
trabajadores es evidente y aberrante. Ayer fueron las desincorporaciones de
empresas públicas, las alzas en las tarifas eléctricas, en las del agua
potable, ahora en las tarifas del transporte colectivo. Pasamos del gasolinazo
al camionazo. Mientras esto ocurre, las actuales generaciones de trabajadores
se están quedando sin seguridad social y una pensión de retiro digna, pero no
hay peor ciego que el que no quiere ver.
Finalizo recordando a los actuales y muy
chambones aprendices de brujo la frase de John Stuart Mill: “Ningún problema
económico tiene una solución puramente económica”.
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