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lunes, 23 de enero de 2017

La larga marcha

           “Hay que unirse no para estar juntos, sino para hacer algo juntos” (Donoso Cortés).

La república se conmueve tras años de cómoda apatía, de absoluta pereza en manifestarse por cuestiones ligadas al modelo económico, a la crítica al neoliberalismo imperante y que sigue tan campante horadando los bolsillos del proletario y socavando la familia, las costumbres y hasta el modito de andar. La clase media, gracias a la modernización peñista, va en franca retirada hacia las procelosas aguas de una insolvencia que rasca sin mucha fortuna la línea de pobreza que marcan los cánones internacionales. Así las cosas, se puede decir que en México existimos nosotros en mayoría asalariada, subempleada, desempleada o precarizada, frente a los que administran los recursos nacionales, sacan para negocios privados a la sombra del poder público y del soborno de las trasnacionales y hacen fortunas millonarias a costa del bienestar de las mayorías.

País de penurias y desaires, de ciudadanías acotadas por la desconfianza y el miedo, de derechos sociales menguados, recortados y condicionados a los imperativos del capital extranjero y las recetas y presiones que se sirve ejercer la OCDE, EL FMI y El Banco Mundial, según sea el caso, a un gobierno cada vez menos nacional y más subordinado a intereses ajenos y distintos a los nuestros. Nación de parias de la tierra con un pie en la frontera persiguiendo un sueño que deviene insomnio, pesadilla siniestra de desarraigo y violencia, al servicio de una economía que quita antes que poner comida en su mesa, trabajo e ingreso, educación y salud, seguridad pública y cobertura social. Sí, las remesas son un logro del gobierno neoliberal que le pone precio a la pobreza, festeja el desarraigo y documenta la voracidad de los explotadores.

Vivimos en una tierra de promesas incumplidas y de burlas constantes a la dignidad ciudadana, a la calidad de seres humanos, a las expectativas de quienes viven de su trabajo, de quienes tienen responsabilidades familiares, de todos aquellos proveedores de hogares cada vez más vulnerables, cada vez más cercanos a la tragedia por la violencia del entorno, por la creciente inseguridad pública, por los ataques recurrentes a la seguridad social, a las escasas garantías de trabajo, a los mecanismos del outsourcing, de la nueva economía basada en la carestía de muchos y la holgura de pocos.

Somos el escenario de múltiples luchas que se libran todos los días, calladamente, porque el gobierno quiere sólo buenas noticias; vivimos en una escenografía compuesta de retazos de progreso sectorializado y prometido de acuerdo a la mercadotecnia electoral de la coyuntura, a la desmemoria, al olvido por cansancio, a la pasividad por desencanto, a la carga de demagogia y desconfianza que paraliza y excluye.

Así como el propio gobierno provee las causas de la depresión anímica, también lo hace con los motivos y estímulos para la respuesta del ciudadano agraviado: en enero ha iniciado una nueva etapa de desencanto que se ha convertido en catalizador de la respuesta ciudadana a las agresiones del sistema. El pueblo marcha, se planta, protesta, levanta firmas, lanza consignas y exhibe pancartas; una mujer que participa en la marcha del domingo 22 en Hermosillo abandona lo “políticamente correcto” y se anima a gritar a micrófono abierto “¡chinguen a su madre… putos!”, la gente corea “¡fuera Peña!”, entre otras expresiones del cansancio convertido en coraje, que hace camino al andar.

Son decenas de miles que dicen basta, que están hartos, que juntan firmas para documentar la urgencia de un cambio, de un golpe de timón que abandone la ruta de la pesadilla neoliberal. La marcha sigue, la columna crece abonada por el fracaso de las reformas neoliberales, por la patraña del ahorro público, la austeridad y el combate a la corrupción que no pasa de ser tópico declarativo, cuando no un intento más de engaño y burla al ciudadano. Curiosamente, los salarios en términos reales bajan mientras que todo lo demás sube: nuestra economía está anclada en la apariencia, en la fiesta del saqueo, el maquillaje y la más obscena entrega de lo nuestro al capital internacional. El país produce menos, pero compra más. Se hostiga al causante menor, pero hay devoluciones de impuestos a las grandes empresas. Se persigue a los pequeños causantes, en tanto que gozan de impunidad los deudores multimillonarios.

Mientras que el gobierno se complace en anunciar alzas como medidas “amargas pero necesarias”, el salario se aleja cada vez más de ser remunerador, suficiente y digno. La brecha económica creada por las deficiencias del sistema rompe las inercias mentales de muchos, la comodidad del “apechugue”, la prudencia del que simplemente refunfuña sin actuar. El domingo 22 marcharon 30 o 40 mil ciudadanos, hombres y mujeres, familias enteras, trabajadores de distintas esferas de la actividad económica, activos y retirados, locales y foráneos, con afiliación sindical o sin ella, pueblo finalmente que coincide y crece en conciencia y determinación mientras avanza.


La magnitud del problema y la respuesta social necesaria exige una toma de conciencia de los riesgos que esto implica, de tener en cuenta que las acciones del pueblo organizado en defensa de sus derechos son siempre actos políticos, porque tienen alcance social, persiguen el bien común y la vigencia del estado de derecho. Por todo ello es imperativo evitar los sectarismos, las mil y una formas de exclusión, la propensión al protagonismo individual y las inclinaciones de hacer del movimiento social una especie de empresa personal que administrar. Falta mucho por hacer y la única posibilidad de triunfo es presentar un frente sólido, sin divisionismos ni mezquindades. El tamaño de la tarea hace necesarios los acuerdos y las alianzas, la coordinación y el consenso. En lo social y lo político, la tarea es el líder, el objetivo manda, pues la misión transformadora lo exige. Tal es el reto.

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