“Hay
que unirse no para estar juntos, sino para hacer algo juntos” (Donoso
Cortés).
La república se conmueve tras años de
cómoda apatía, de absoluta pereza en manifestarse por cuestiones ligadas al
modelo económico, a la crítica al neoliberalismo imperante y que sigue tan
campante horadando los bolsillos del proletario y socavando la familia, las
costumbres y hasta el modito de andar. La clase media, gracias a la modernización
peñista, va en franca retirada hacia las procelosas aguas de una insolvencia
que rasca sin mucha fortuna la línea de pobreza que marcan los cánones
internacionales. Así las cosas, se puede decir que en México existimos nosotros
en mayoría asalariada, subempleada, desempleada o precarizada, frente a los que
administran los recursos nacionales, sacan para negocios privados a la sombra
del poder público y del soborno de las trasnacionales y hacen fortunas
millonarias a costa del bienestar de las mayorías.
País de penurias y desaires, de ciudadanías
acotadas por la desconfianza y el miedo, de derechos sociales menguados,
recortados y condicionados a los imperativos del capital extranjero y las
recetas y presiones que se sirve ejercer la OCDE, EL FMI y El Banco Mundial,
según sea el caso, a un gobierno cada vez menos nacional y más subordinado a
intereses ajenos y distintos a los nuestros. Nación de parias de la tierra con
un pie en la frontera persiguiendo un sueño que deviene insomnio, pesadilla
siniestra de desarraigo y violencia, al servicio de una economía que quita
antes que poner comida en su mesa, trabajo e ingreso, educación y salud,
seguridad pública y cobertura social. Sí, las remesas son un logro del gobierno
neoliberal que le pone precio a la pobreza, festeja el desarraigo y documenta la
voracidad de los explotadores.
Vivimos en una tierra de promesas
incumplidas y de burlas constantes a la dignidad ciudadana, a la calidad de
seres humanos, a las expectativas de quienes viven de su trabajo, de quienes
tienen responsabilidades familiares, de todos aquellos proveedores de hogares
cada vez más vulnerables, cada vez más cercanos a la tragedia por la violencia
del entorno, por la creciente inseguridad pública, por los ataques recurrentes
a la seguridad social, a las escasas garantías de trabajo, a los mecanismos del
outsourcing, de la nueva economía
basada en la carestía de muchos y la holgura de pocos.
Somos el escenario de múltiples luchas
que se libran todos los días, calladamente, porque el gobierno quiere sólo
buenas noticias; vivimos en una escenografía compuesta de retazos de progreso
sectorializado y prometido de acuerdo a la mercadotecnia electoral de la
coyuntura, a la desmemoria, al olvido por cansancio, a la pasividad por
desencanto, a la carga de demagogia y desconfianza que paraliza y excluye.
Así como el propio gobierno provee las
causas de la depresión anímica, también lo hace con los motivos y estímulos
para la respuesta del ciudadano agraviado: en enero ha iniciado una nueva etapa
de desencanto que se ha convertido en catalizador de la respuesta ciudadana a
las agresiones del sistema. El pueblo marcha, se planta, protesta, levanta
firmas, lanza consignas y exhibe pancartas; una mujer que participa en la
marcha del domingo 22 en Hermosillo abandona lo “políticamente correcto” y se
anima a gritar a micrófono abierto “¡chinguen a su madre… putos!”, la gente
corea “¡fuera Peña!”, entre otras expresiones del cansancio convertido en
coraje, que hace camino al andar.
Son decenas de miles que dicen basta,
que están hartos, que juntan firmas para documentar la urgencia de un cambio,
de un golpe de timón que abandone la ruta de la pesadilla neoliberal. La marcha
sigue, la columna crece abonada por el fracaso de las reformas neoliberales, por
la patraña del ahorro público, la austeridad y el combate a la corrupción que
no pasa de ser tópico declarativo, cuando no un intento más de engaño y burla
al ciudadano. Curiosamente, los salarios en términos reales bajan mientras que
todo lo demás sube: nuestra economía está anclada en la apariencia, en la
fiesta del saqueo, el maquillaje y la más obscena entrega de lo nuestro al
capital internacional. El país produce menos, pero compra más. Se hostiga al
causante menor, pero hay devoluciones de impuestos a las grandes empresas. Se
persigue a los pequeños causantes, en tanto que gozan de impunidad los deudores
multimillonarios.
Mientras que el gobierno se complace en
anunciar alzas como medidas “amargas pero necesarias”, el salario se aleja cada
vez más de ser remunerador, suficiente y digno. La brecha económica creada por
las deficiencias del sistema rompe las inercias mentales de muchos, la
comodidad del “apechugue”, la prudencia del que simplemente refunfuña sin
actuar. El domingo 22 marcharon 30 o 40 mil ciudadanos, hombres y mujeres,
familias enteras, trabajadores de distintas esferas de la actividad económica,
activos y retirados, locales y foráneos, con afiliación sindical o sin ella,
pueblo finalmente que coincide y crece en conciencia y determinación mientras
avanza.
La magnitud del problema y la respuesta
social necesaria exige una toma de conciencia de los riesgos que esto implica,
de tener en cuenta que las acciones del pueblo organizado en defensa de sus
derechos son siempre actos políticos, porque tienen alcance social, persiguen
el bien común y la vigencia del estado de derecho. Por todo ello es imperativo evitar
los sectarismos, las mil y una formas de exclusión, la propensión al
protagonismo individual y las inclinaciones de hacer del movimiento social una
especie de empresa personal que administrar. Falta mucho por hacer y la única
posibilidad de triunfo es presentar un frente sólido, sin divisionismos ni
mezquindades. El tamaño de la tarea hace necesarios los acuerdos y las
alianzas, la coordinación y el consenso. En lo social y lo político, la tarea
es el líder, el objetivo manda, pues la misión transformadora lo exige. Tal es
el reto.
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