“El que ha perdido el honor, ya no puede
perder más” (Publilio Siro)
El presidente Peña ha resultado ser una
fuente inagotable de anécdotas penosas y chistes crudos que huelen a realidad
mortificada por su duración y por su lesiva constitucionalidad. Sucede que
podrá ser una mentada de madre a la dignidad del cargo y, por ende, a las
instituciones de la república que partiendo del sistema político, llegan a las puertas
de la administración federal, cruzan los vericuetos del Legislativo e irrumpen,
cuando el viaje es redondo, en el escenario del Poder Judicial; sin embargo, su
fatal ocurrencia tiene el sello del ejercicio legal del poder contra el cual la
ciudadanía debe organizarse siguiendo las pautas de la civilidad que sancionan
las leyes vigentes.
Si bien es cierto que las decisiones
presidenciales han sido orientadas por directrices y presiones que claro
interés trasnacional, el aún licenciado Peña las exhibe como medidas y logros
que pondrán a México en el lugar que le corresponde internacionalmente. Viendo
el desastre nacional profundizado en el tiempo de su ejercicio gubernamental, cabe
pensar que el presente ha logrado un mayor deterioro institucional que el
alcanzado por sus predecesores panistas; sin embargo, el coro legislativo
priista eleva cantos y alabanzas en favor del ungido sexenal, así como insultos
y amenazas a quienes osen poner en duda la pertinencia y firmeza del que
pilotea la nave nacional.
¿Que en el circo patrio les crecieron
los enanos? ¡No hay problema! Estamos rompiendo moldes e inercias del pasado y
reinventando el quehacer circense nacional. ¿Que las muertes violentas alcanzan
cifras inéditas? ¡Poca cosa! El país experimenta un sano y conveniente control
demográfico que seguramente incidirá en la dinámica del empleo. ¿Que hay
desapariciones forzadas? ¡Nimiedades! En el país hay una fuerte vocación
turística y gran movilidad poblacional.
¿Que se violan los derechos humanos?
¡Pamplinas! México cuenta con modernos sistemas de capacitación policiaca y ya
está funcionando no sólo el C4 sino el C5i, demás de oficinas de Derechos
Humanos. ¿Que la justicia es lenta cuando no inexistente? ¡Infundios! Ahora
tenemos el novedoso y fotogénico sistema penal acusatorio y los juicios orales.
¿Que los funcionarios públicos y sus parientes saquean el erario, el patrimonio
inmobiliario del estado y hacen negocios a la sombra del poder? ¡Exageraciones!
Ahora tenemos la declaración 3x3 y oficinas dedicadas a la trasparencia y
publicidad del quehacer gubernamental.
Si el sapientísimo gobierno decide
acabar con la renta petrolera y nombrar beneficiarios vía concesión a empresas
privadas extranjeras, no hay problema. Se trata de ser competitivos y estar al día
con la OCDE, el FMI y la banca mundial. ¿Para qué queremos tanto petróleo para
nosotros solos y vivir con la enfadosa seguridad del control exclusivo de esas
riquezas? ¿Qué no nos da pena tanto egoísmo? Cabe recordar los felices tiempos
del siglo XIX, cuando las compañías extranjeras eran las dueñas del petróleo y
los metales preciosos, y los mexicanos servían como peones a manos de capataces
que les enseñaban a trabajar a latigazos. ¡Qué magnifica escuela de
productividad! ¡Que sobradamente competitivos éramos como proveedores de
materias primas y fuerza de trabajo barata!
Aunque aún somos víctimas de sus
resabios, conservamos el boato y la rancia prosapia de las familias que
brillaron en el porfiriato; seguimos padeciendo los sofocos de la revolución,
aunque bastante menguados por los aires vivificantes del neoliberalismo que nos
pone de nuevo en marcha por la ruta de la dependencia y el aprendizaje de los
nuevos usos y costumbres que dicta el sistema económico mundial. Después de
todo, ¿qué haríamos con los recursos terrestres y marinos de la nación?
Los gobiernos de los últimos 30 años han
enderezado el rumbo y desandado la peligrosa ruta de la independencia y la
soberanía nacional de un pueblo que prosperó bajo la égida de los
conquistadores, de las clases sociales privilegiadas por la riqueza y la
alcurnia, por el arrojo de sus integrantes y por la ausencia de escrúpulos al
asaltar recursos ajenos, públicos o privados; el neoliberalismo de inspiración
anglosajona fluye por las venas de la nueva clase política y empresarial, y el
objetivo es claro: si no lo puedes vender, acaba con él.
En efecto, el país está en venta por la
vía de las desincorporaciones, por el cambio de carácter del sector
paraestatal, por las concesiones y subastas, por las inversiones
público-privadas, por los cambios en las legislaciones de la federación, los
estados y municipios; por la ausencia de respeto al patrimonio público, por las
facilidades de las empresas constructoras de apoderarse de terrenos para
fraccionar y levantar desarrollos habitacionales y comerciales de lujo; por la
nula capacidad del gobierno de defender al propietario frente al antojo de la
empresa inmobiliaria que planea usar suelo y agua de otros, pero que generará
algunos empleos temporales y hará socios a tales o cuales funcionarios de moda.
Pero, más allá de los aspectos de la
vida cotidiana, debemos hacer espacio para maravillarnos de la vena diplomática
de quienes gobiernan: somos un país famoso por servir de pasarela a uno de los
candidatos a la presidencia del país vecino del norte. Abrimos puertas y oídos
para que nos insulten en casa, sin tener que ir más lejos. Invitamos nada menos
que al señor Trump para que nos dijera cuánto nos desprecia en vivo y a todo
color, con lo que la diplomacia mexicana ha alcanzado una altura nunca antes
lograda. Somos tan modernos que aceptamos un piquete de culo a ojos vistos. Sin
duda, somos ejemplo de pluralidad y respeto a la diversidad.
En la escuela de la ignominia nos hemos
graduado con honores, pues después del plagio de una tesis de licenciatura,
ahora reeditamos nuestra historia y replantearnos la ruta de la dependencia, al
darnos un golpe de estado desde la más alta investidura. Parece que, a estas
alturas, cualquier vejación carece de importancia.
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