“Pues dad al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios” (Lucas 20:25).
Por más que uno
se esfuerce en dejar de lado el tema de la visita del Obispo de Roma, para
abordar otros de más evidente y urgente terrenalidad, se tiene que reconocer la
inutilidad del intento. ¿Cómo dejar de pensar en una situación tan traída y
llevada mediáticamente? ¿Cómo ocultar la cabeza a semejanza de algún avestruz
opinante cuando las redes sociales desparraman a borbotones la chucatosa y
pringante opinión de tirios y troyanos a favor, casi a favor, en contra con
aclaraciones de pie de página y variadas y sesudas reflexiones acerca de
nuestra curiosa laicidad? Es necesario armarse de paciencia de camello filósofo
para sobrevivir a las falsas, aunque cómicas disyuntivas que se plantean, por
ejemplo: ¿Vino como peregrino o como jefe de Estado? ¿El presidente Peña
asistió a misa como católico o como mandatario? ¿Cesarán los abusos del
gobierno y el clero comodón que representan al sistema al que Francisco ha
criticado tanto en Roma como en México? ¿Ya se empiezan a arrugar las lozanías
de la parvada de anticristos nopaleros de saco y corbata que junto con los de
sotana y alzacuello claman, como en los viejos tiempos, por “religión y
fueros”, tanto como por “orden y progreso”?
Las
interrogantes son muchas y las respuestas fluyen a cuentagotas por los canales
azolvados del sentido común, porque parece ser que en el país la abundancia de
necesidades insatisfechas y frustraciones acumuladas han dejado poco margen
para los juicios a salvo de adjetivaciones. El Papa Francisco es un inevitable
polo de atracción para protagonismos temporaleros, sea por razones humanamente
válidas o por obra de una autoestima estropeada por los esteroides de la
vanidad. En realidad, la idea de tener enfrente a la persona real o virtual del
pontífice arma de valor escénico a muchos, que sin este estímulo serían como
cacahuates en la jaula del chango: carentes de personalidad y con una utilidad
transitoria e intrascendente.
En este sentido,
vale la pena insistir en que el Papa, al igual que el Presidente, son
personajes que representan un poder o autoridad que dura mientras cumplen con
su encargo, y no dejan de ser lo que son ni siquiera al ir al baño. El
mandatario mexicano lo es a la hora de dirigirse a la nación tanto como cuando
se limpia los mocos, y el jefe de la Iglesia Católica lo es tanto en San Juan
de Letrán como en su estancia privada viendo el fútbol. Resulta un simple
garabato retorico decir que uno asiste a misa como católico y no como
presidente, tanto como el otro declararse simple peregrino en su visita a
México.
Desde luego que
sería un error garrafal suponer que uno y otro se miden con el mismo rasero, ya
que Peña representa al Poder Ejecutivo por seis años, es un actor político con
obsolescencia programada legalmente a dicho período, aunque algunos opinantes suspicaces
afirman que su impulso está agotado desde antes de la toma de posesión; se le
confiere, en tal supuesto una utilidad instrumental al servicio de otra
soberanía, de acuerdo con su prisa por desmantelar al Estado mexicano mediante
la firma de pactos, acuerdos y decretos de fuerte olor trasnacional. El Papa,
en cambio, tiene una calidad y representación anclada en una de las tradiciones
más antiguas de la cultura occidental, cuyo poder es moral y su ámbito
espiritual. Uno tiene trascendencia local mientras que el otro mundial.
Pero, con el
ánimo de matizar un poco, se puede decir que las acciones y los dichos de Peña
tienen capacidad ejecutiva mientras que los del pontífice romano la tienen
normativa en los términos de una valoración ética y teleológica de la conducta.
En este sentido,
¿por qué esperar del Papa algo más allá de una conducta empática y moral
expresada mediante opiniones y reflexiones de carácter más bien general? ¿Por
qué exigir pronunciamientos con detalladas y explícitas condenas hacia
personajes y actos que, por su naturaleza, corresponden al pueblo y sus
instituciones señalar, juzgar y castigar? Si el Papa se pronuncia contra la
corrupción, la exclusión, el abuso y la muerte, así como contra el saqueo y el
abandono de los pueblos originales, ¿no deberíamos los ciudadanos convertir en
obras los buenos deseos y caminar unidos hacia otra sociedad más justa e
incluyente?
Después de todo (¿podrán algunos entenderlo?),
el jesuita Bergoglio no es agente del ministerio público, juez o ministro de la
Suprema Corte, pero sí uno de los líderes morales de la humanidad. Cada chango
en su mecate. Desde luego que los límites entre estado y religión se confunden
al igual que lo hacen los del estado y mercado, gracias a la labor difuminante
de la ideología neoliberal instrumentada en México por el patético enano Salinas,
que abre cauces para convertir en negocio hasta las funciones fisiológicas. Sus
reformas achaparran la vocación liberal y laica nacional y hacen constitucional
la visibilidad de las iglesias en forma de asociaciones con las capacidades que
otorga el código civil y otros complementarios. De autoridad moral pasan a ser
causantes en un régimen que privilegia la opacidad y la simulación. Ahora, las
familias neoporfirianas pueden declararse simples ciudadanos cuando las
apariencias del cargo público les exigen guardar respeto a las investiduras
republicanas…
Pero, se
entienda o no, el mensaje papal fustiga a los oligarcas de corbata o
alzacuello, reivindica la opción por los pobres del Tatik Samuel Ruiz y abraza
amorosamente la defensa de los migrantes, como respaldo claro a la labor
misionera de Alejandro Solalinde. La puesta en marcha, la operatividad de las
intenciones y señalamientos dependen del pueblo, católico o no, que sienta como
propio el mensaje evangélico del amor al prójimo como a uno mismo. La moneda
está en el aire, como las palabras de Francisco.
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