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sábado, 17 de diciembre de 2022

Se aparenta que sí, pero resulta que no.

 “Las personas no son ridículas sino cuando quieren parecer o ser lo que no son” (Giacomo Leopardi).

 

Diciembre huele a futuro pero envuelto en pasado, como si fuera un bebé abrigado con prendas viejas, con memoria que esparce su olor al ambiente, sin recato, con desparpajo, con la actitud de quien le vale gorro el qué dirán (“ande yo caliente y ríase la gente…”).

El frío documenta el optimismo de unas navidades rociadas con bebidas alcohólicas, sin nada de diluciones terapéuticas que medio maten microbios emocionales y nada de remordimientos anticipados. Las ropitas invernales calientan el aburrimiento citadino mientras fluyen por las calles con ocultamiento de epidermis… o casi.

Salí a caminar por las calles del centro y me encontré en medio del tropel vacuno y caballar del tránsito por las aceras plagadas de pequeños baches conmemorativos, algo así como heridas de bala en la batalla por llegar primero o, simplemente, saber llegar.

La masa transeúnte divaga sobre el destino al cual dirigirse con tan firme determinación que suena a decisión tomada, a consigna militar que se abre paso entre la indolencia del que camina nomás porque tiene piernas y una breve noción de su ubicación geográfica. La zombificación urbana es un fenómeno reconocible, si usted se fija.

La gente es curiosa. Aparenta ser un ejército uniformado de originalidad, de personalidad desarrollada o en el proceso socialmente aplaudible de llegar a ser y, para regocijo de los impulsores de la diversidad, resulta una copia de sí mismo, en medio de la imposición de lo políticamente correcto, de la aceptación vacuna de lo que viene del norte global.

La masa (cuando no es Maseca) se convierte en un concepto sociopolítico que despide aroma a trapos viejos, a nalgas y axilas sin más aseo que la loción que quita los males del mundo gracias a la distracción olfativa, a la discreción abrigadora de las prendas invernales, a la confusión callejera de los muchos que circulan y que ocultan la singularidad del individuo para bien de la imagen pública convencional, que no admite disidencias ni matices: “si tocan a uno, tocan a todos”.

El centro de la ciudad luce decembrino, tan anodino como siempre pero con algo de la decoración que vemos en las películas de Hollywood, con villancicos anglosajones, con cancioncillas de memoria española, con promesas de paz y bienestar que se repiten año con año, con gente que hace las compras con fervorosa prontitud, “antes de que se acabe”.

Es reciente el día de la virgen de Guadalupe, y las huellas de nuestra convicción guadalupana aún se pueden ver embarradas en el pavimento, en el camino al cerrito conmemorativo, en la publicidad y en las ofrendas y mandas cumplidas o por cumplir con abonos chiquitos para pagar poquito. El fervor se huele y se toca, como los elotes cocidos y los picos de gallo, como el champurro y los churros, que marcan un hito estacional en el antojo ciudadano.

La temporada alienta expectativas y relaja los ánimos y las animosidades acumuladas durante el año, como árnica o Iodex emocional, con sus excepciones, entre las que destacan las de la oposición neoliberal de guarache, que truena como pedo de borracho cada vez que AMLO anuncia alguna reforma o acción de gobierno.

Pero volviendo al asunto, la calle ofrece una buena colección del actual folclore plastificado, de tatuajes en homenaje a la uniformidad de una subcultura que de marginal saltó de los brazos de la mercadotecnia a las primeras planas de la piel humana.

Chicas de piel tersa buscan el remedio a su belleza en el tinte cutáneo que oculta tersuras y motivos de elogio. La fealdad y la vulgaridad triunfan sobre la naturaleza, sobre los genes que tienen alguna connotación estética, pero la maximización de la escatología cutánea son las tintas plasmadas en adiposidades al borde de un ataque de celulitis.

Lo curioso del asunto es que las gentes morenas insisten en colorear su epidermis en tonos oscuros, como un homenaje al misterio de lo indiscernible, a lo ignoto e indescifrable en la piel que difumina el contenido impuesto, que diluye cualquier disidencia original y evidente, con lo que conserva su encanto lo desconocido.

Leo el periódico y me maravillo con la atinada previsión del subsecretario López-Gatell, que dice que la vacuna contra la influenza debe ser aplicada sólo a personas mayores, embarazadas y niños menores de cinco años, excluyendo a los adultos jóvenes que tienen autorización de enfermarse sin problemas.

La aclaración sanitaria dice que los vacunados se pueden enfermar, pero “evitan los cuadros graves o fatales de la enfermedad”. Igual pasa con la vacuna para el Covid. En otras palabras, usted se vacuna, pero no se inmuniza, lo que parece ser la confesión de que la “vacuna” no lo es tanto, sino que es algo que más bien le da ánimos para cursar la enfermedad con cierto grado de optimismo.

No hay duda que la industria farmacéutica moderna hace milagros, entre ellos el de lograr que se cambie el significado de los conceptos y, entre otras cosas, dejar que nos convenzan de que es mejor la “seguridad” que la libertad. Con ello triunfa el surrealismo médico y la fascinación farmacológica.

Así pues, las cosas no son lo que parecen, y la salud pública es parte del juego del mercado, donde se aparenta que sí, pero resulta que no.

Cierro estas divagaciones cuando recibo la noticia de que se aprobó el Plan B electoral del presidente, con el consiguiente ataque de diarrea, amenazas y maldiciones de la oposición. Me gana la risa.


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