“La manipulación mediática hace más daño que la bomba atómica, porque destruye los cerebros” (Noam Chomsky).
Estamos en una sociedad en la que la autopromoción suple el reconocimiento ajeno, de manera que basta hacer campaña en redes sociales, en los medios digitales de consumo masivo para construir de la nada un nombre y un prestigio.
Cualquier pelmazo con iniciativa puede lanzarse a la tarea de convertirse en “influencer”, mediante el fácil expediente de la sobreexposición mediática, estar jodiendo tode el santo día ventilando babosadas en YouTube, Instagram y lo que resulte, con la mirada fija en cosechar seguidores y proyectar una imagen deseable cuando no se tiene una propia.
Si el hecho se reduce a las trapacerías adolescentes de chicos con afán de lucimiento social, pues bueno; el problema empieza y se profundiza cuando personas no tan jóvenes encaramados en algún ladrillo público (gobierno, empresa, medios) buscan afanosamente que el mundo sepa que están ahí.
En lo personal me importa un rábano que se tomen por asalto los medios, porque parto del supuesto que la sociedad tiene las pantallas que merece, y que es el pueblo informado quien debe oponerles la razón y la objetividad para desenmascararlos.
Cualquiera sabe que la publicidad y la propaganda tienen la misión de manipular la voluntad de la gente, sea para comprar, vender, convencer, adoctrinar, encabronar, disuadir, confundir, atemorizar, predisponer y cualquier otra operación de manipulación de la emotividad humana.
No es raro que repentinamente surjan personalidades poco antes desconocidas, currículo repentinamente espolvoreado con polvos mágicos que lo engordan prestigiosamente; o, por el otro lado, figuras anodinas, pero con apellido conocido que aparecen colocadas en una posición prestigiosa en el arranque de su currículo laboral, como diciendo que aquí mis chicharrones, o los de papi, truenan.
Los “alguien” y los trepadores de ocasión se enzarzan en una lucha por el reconocimiento social que de comedia pasa a tragedia cuando los minutos u horas nalga del espectador se transforman en decisiones que pueden mover los engranajes de la maquinaria social.
Así, la figura antes desconocida pasa a ser el cuate de todos, el hijo del vecino, el amigo de la infancia, el compañero de estudios o de militancia partidista, en un reacomodo de piezas que resuelven el tránsito de la inexistencia social al podio de los ganadores del trienio o del sexenio.
En este sentido, cuántos oscuros burócratas de partido buscan sus minutos de gloria en las plataformas de medios más populares, en el periodismo de gacetilla, de inserción pagada que ser resuelve públicamente como noticia que busca “informar a usted de la actualidad local y nacional”.
Cuántos funcionarios encaramados en algún puesto de elección popular cacarean sin pudor los “logros” de su primer año, o segundo, o tercero… con ánimo de milagrosa solución a los problemas añejos que los políticos de su propio partido provocaron, como si el pasado se borrara con saliva y sobreexposición mediática.
Cuántos negocios se ocultan tras la fachada de “mejoras en el servicio”, “ahorro de recursos”, “modernización del equipo”, “actualización de tarifas”, entre otras medidas posibles.
Le confieso que estoy hasta el gorro de ver y oír a un sujeto aparecer en YouTube y declarar: ¡Soy Toño Astiazarán…! Me enferma la repetición machacona de lo mismo, de pedir el aplauso antes de que la obra termine, anticipando el éxito de lo que se espera aterrice en el resto del trienio y que la población juzgará con objetividad al constatar la utilidad de la obra pública y de las mejoras administrativas.
El discurso de autopromoción suena bofo, tanto como las explicaciones o pretextos del desprecio a los trabajadores que se disfraza de “beneficios”, aún por parte de su propio sindicato.
Se habla mucho sobre la protección que merecen los pobres y marginados, la seguridad de las familias, el reconocimiento a los derechos adquiridos y, sin embargo, en el aquí y ahora tenemos grupos de jubilados y pensionados que luchan contra la arbitraria cancelación de sus derechos, y el ejemplo más claro es el de los extrabajadores del Ayuntamiento de Hermosillo que gozaban de ciertas prestaciones importantes para su calidad de vida y ahora no las tienen, gracias a una dirigencia sindical cuestionable y a un gobierno que prefiere buscar ahorros antes que cumplir con sus obligaciones.
Si el gobierno golpea a los trabajadores mediática y jurídicamente, lanzándolos a un litigio que puede durar años, está pateando el bote sin pudor alguno, y esto es engañar y manipular la opinión pública mediante la distorsión o el ocultamente de hechos, que los propios jubilados se encargan de restregar en la cara al indolente gobierno municipal, mediante manifestaciones ruidosas frente al edificio que lo alberga.
Se requiere un gobierno del pueblo y para el pueblo, sin disimulos ni exhibicionismos baratos. Ojalá lo veamos en el trecho que queda por recorrer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario