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lunes, 15 de marzo de 2021

Luz al final del tunel

 

“No todo lo que brilla es oro”.

 

La llegada de vacunas y la relativa disminución de contagios y muertes permite suponer que la vieja normalidad tendrá una reaparición en el escenario nacional y local. De ser así, el pronóstico de una “explosión de emotividad” parece tomar cuerpo en una sociedad que se complacía en ignorar la invisible presencia de bacterias y virus, bajo el supuesto de que lo que no se ve no existe.

Lo anterior se debe al anuncio de un posible cambio al color verde en el semáforo epidemiológico, según se comentó temprano el viernes 12, cuyo riesgo es hacer olvidar las medidas tomadas para contener el avance de los contagios gracias, entre otras, al distanciamiento social. 

Sin embargo, la amenaza del contacto físico como expresión de la cordialidad en medio de un contexto vacacional, puede resultar en una nueva oleada de contagios y muertes. Así pues, se pudiera decir que la proximidad mata, o cuando menos enferma o indispone.

De hecho, la epidemia nos ha revelado la importancia de la higiene, las bondades del aislamiento voluntario como medio para descongestionar el espacio público y proteger el ámbito personal.

A diferencia de las culturas orientales que cuidan de preservar la distancia entre personas y saludan con respetuosa inclinación de cabeza, nosotros tenemos la costumbre del contacto físico, del apretón de manos que puede ser el punto de contacto entre nosotros y los gérmenes patógenos acumulados en las manos, tan peligrosos como los que compartimos oralmente en los besos y el habla cercana al interlocutor.   

Normalmente nadie se fija en cuántas veces estrechamos la mano de conocidos y desconocidos que previamente hurgaron su nariz o se rascaron alguna parte poco recomendable de su anatomía y dejamos pasar las reglas de la higiene como si no tuvieran importancia, como si no existiera riesgo alguno al interactuar con innecesaria cercanía y compartir secreciones corporales.

Sin embargo, ahora el riesgo de contagios y la enfermedad nos han educado en una realidad que no podemos ignorar: podemos enfermar y morir y ningún ritual amistoso o de urbanidad occidental nos podrá proteger del peligro que existe y existirá mientras haya gérmenes patógenos.  

Descubrimos que hay virus y que éstos pueden sufrir alteraciones en su forma original, y que cada variante puede desarrollar mayor capacidad de contagio, aunque esto no signifique necesariamente mayor letalidad.

Sabemos que existen vacunas que nos pueden proteger de contagios o hacer que la enfermedad sea leve, como también nos enteramos de que el deterioro del ambiente se debe a la sobreexplotación de la naturaleza, y que esto tiene como consecuencia directa una mayor contaminación global y, desde luego, mayores condiciones para la aparición de nuevos o viejos virus o bacterias, potenciados por las condiciones ambientales de una sociedad en constante negación de su propia peligrosidad.

Sin embargo, la ciencia y la tecnología no nos sensibilizan de esta realidad sino que nos hacen más pragmáticos, menos responsables de los actos socialmente impactantes: si las vacunas nos protegen aunque sigamos deteriorando el ambiente que compartimos, ¿para qué cambiar de hábitos personales y sociales si tenemos una substancia química que nos da licencia para seguir haciendo lo mismo?  

El proceso de inmunización, complicado y costoso, no tendría mucho sentido en el mediano o largo plazo si no atendemos las comorbilidades, la herencia de malos hábitos alimenticios, personales, sociales, culturales, fomentados por los vendedores de chatarra y la complicidad de los gobiernos al servicio del capital transnacional.  

Tampoco tendría mucho sentido ignorar que el proceso salud-enfermedad está íntimamente ligado a la forma en que la sociedad resuelve sus necesidades. Así pues, cuando reparamos en el concepto “modo de producción” y entendemos su importancia, resulta más fácil entender que cada modo de producción en sus etapas evolutivas genera sus propias patologías; es decir, la gente no se enferma igual si vive en el siglo XV o en el XXI, si trabaja en el medio rural que en el urbano, en una sociedad desarrollada o atrasada.

La propia base tecnológica nos presenta problemas aunque también soluciones, y en estos tiempos en los que las noticias de contagios y muertes aparecen todos los días, no estaría mal que, mientras esperamos la vacuna y aplicamos los procedimientos preventivos, eduquemos también nuestra sensibilidad y cultura ambiental.

Cuando pensamos en producir, sea en la agricultura o la industria, ¿pensamos en el impacto ambiental de la actividad? ¿Conocemos los límites posibles de la explotación de los recursos naturales antes de que su impacto sea perjudicial e irreversible? ¿Protegemos a la fauna y la flora? ¿Cuidamos la calidad del agua y el ambiente?

 La relación con la naturaleza o es armónica y respetuosa, o no lo será. Las nuevas plagas mundiales así lo demuestran. Con la vacunación vemos una luz al final del túnel, pero esa luz debe ser de advertencia, un señalamiento de lo que debemos evitar por razones de estricta sobrevivencia.

En estos próximos días de asueto, con mayor razón debemos recordar que donde está la gente está el virus. 

 

  

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