“En un país bien gobernado debe inspirar
vergüenza la pobreza. En un país mal gobernado debe inspirar vergüenza la
riqueza” (Confucio).
El acontecimiento electoral que sigue
comentándose con entusiasmo en los corrillos palaciegos, los cafetines de moda
y en las cantinas citadinas es el triunfo de una oposición con signo de
izquierda y planteamientos reformistas. Diríase que la oferta para el próximo
sexenio es el de “poner las cosas en su lugar” sin violentar los acomodos del
sistema económico más allá de ciertos límites. La tolerancia de los gringos
puede ser la medida o límite en que un país dependiente haga su trabajo
histórico en el concierto de las naciones y México, como sabemos, es el
traspatio de la nación más belicosa del rumbo.
Sabemos que la soberanía e independencia
de las naciones tiene justificaciones históricas y culturales frente a las
consideraciones económicas que pueden llegar a transgredir aspectos sentidos de
identidad y visión de futuro. Estamos conscientes de que la vecindad con el Tío
Sam nos ha costado medio territorio nacional en 1848 y, en la actualidad, una
autoestima que tiende al autogol antes que la anotación de un triunfo frente a
las transnacionales del comercio, la energía y los servicios, pero también
sabemos que muchas de las derrotas han sido producto de la corrupción, la
negligencia y la traición.
Más allá de la triste página histórica
en la que Santa Anna rindió sus armas frente el extranjero pese a comandar un
ejército con superioridad numérica, tenemos la implantación del modelo
neoliberal, impulsado por Salinas y continuado por los ocupantes de la silla
presidencial hasta Peña Nieto, último presidente claramente entregado a los
caprichos de EEUU y organismos financieros internacionales, que ha profundizado
la liquidación de los recursos nacionales y que ha legislado en favor de la
desnacionalización del patrimonio y la injerencia extranjera en materia
económica, financiera, ideológica y de seguridad nacional. Nadie puede negar
los efectos perversos de la implantación de un modelo apátrida a partir de la
década de los 90, pero tampoco que ha sido debido a la debilidad y desorganización
de un pueblo que parece desear no saber, no oír y no ver que la pasividad lo
condena a ser víctima del extranjero por temor a ejercer una soberanía que debe
defenderse cotidianamente. El 1 de julio de 2018 es la fecha en que esa
pasividad comodona parece resquebrajarse en aras de llegar a ser lo que
debemos ser.
Creo que la oferta de López Obrador no
es revolucionaria pero sí reivindicativa; parece más de rescate del espacio
público y de empoderamiento ciudadano que de transformaciones radicales que
trastoquen nuestras relaciones con el exterior de manera dramática y unilateral.
Se trata de limar las aristas de un modelo depredador que propicia
enriquecimientos ilícitos, básicamente mediante la instauración de la
transparencia, honestidad y probidad del ejercicio público en los términos de
la honorable medianía que postulaba Benito Juárez. De ahí que el acento se
ponga en el combate a la corrupción, el respeto a la ley y la modestia que debe
observar en todo momento el funcionario público.
Lo anterior, desde luego, debe
complementarse con el diseño de políticas públicas de carácter nacionalista,
que permitan recuperar el crecimiento económico y los mecanismos de
distribución y redistribución del ingreso, en aras de lograr el impulso del
empleo y el ingreso dignos. Como salta a la vista, la legislación laboral,
educativa, financiera, comercial, energética e industrial, entre otras, habrán
de revisarse en beneficio de los fundamentos legales de un nuevo proyecto de
nación, pues de otra manera se quedaría en buenas intenciones, pero sin
posibilidades reales de aterrizar en un plan de desarrollo que unifique y
oriente los esfuerzos nacionales.
López Obrador ha planteado la necesidad
de lograr la paz con justicia, frente a la ola de delincuencia que azota al
país; y muchas voces expresan que debe haber, tras el triunfo, un proceso de
reconciliación nacional. Es evidente que no puede haber reconciliación sin
justicia, sin apego estricto a la ley. Es en ese sentido que las acciones de
los anteriores gobiernos deberán analizarse y juzgarse de acuerdo a las normas
jurídicas vigentes y, desde luego, a su constitucionalidad, más allá de
cesiones y concesiones turbias y ajenas al interés nacional. Cabe recordar que
los gobiernos neoliberales dieron en modificar la Constitución a modo, de
acuerdo al interés de las corporaciones transnacionales, con una evidente y
criminal intención de desmantelar el aparato productivo nacional y profundizar
así la dependencia respecto, principalmente, a nuestros vecinos del norte. De
estas acciones se desprende una legislación secundaria que tiene que ser
revisada a fondo y reorientar las normas en estricto apego al interés nacional.
Es claro que la reconciliación debe
tener como prioridad el interés general por encima del particular y apuntar
siempre al logro del bien común. Esa, me parece, debe ser la tarea del próximo
gobierno en todos sus órdenes: federal, estatal y municipal. De la congruencia
de las normas y la coherencia de las acciones depende el futuro del país. Así
pues, reconciliémonos.
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