“Cuando las
circunstancias cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace?” (John Maynard Keynes).
Tenemos la idea de que el trabajo es la
condición esencial para tener un ingreso monetario y, por tanto, existencia
económica debido a nuestras interacciones en el mercado. Se asocia de manera automática
e indiscutible a la remuneración por el tiempo de trabajo invertido en un
entorno específico, sujeto a normas y procedimientos que, finalmente, también
están determinados por el mercado y, no tanto, por las necesidades humanas. Así
pues, la lógica de la oferta y la demanda chupa nuestras energías mentales,
emocionales y físicas, en una cadena continua de eventos que van desde la
inserción al entorno laboral hasta el fin de la vida productiva.
En este contexto, el hombre nace
predestinado a trabajar para vivir, es decir, a depender de factores externos
de índole económica para resolver sus necesidades materiales y no tanto para desarrollarse
como persona; esto es, que en el plano emocional, social y político tenemos un
déficit de atención que nos hace adolescentes crónicos echados a puntapiés en
el camino en construcción de lo humano.
Lo anterior da cuenta de un grado de
enajenación que convierte en paria al trabajador, bajo la férula de un patrón y
de un sistema que decide el bien y el mal para su empleado. Este sistema de
exclusión, de privación de derechos laborales y sociales que, en resumidas
cuentas, lo es de derechos humanos, conforma e impone una mentalidad siempre
subordinada, siempre expectante de las decisiones externas que considera de
obligado acatamiento. Así, los derechos de los trabajadores son percibidos como
una graciosa concesión del capital y la empresa el vínculo más eficiente de
éstos con la realidad social que es interpretada de acuerdo con la lógica del
mercado.
En este contexto, el trabajo se
convierte en una obligación vital en términos de la supervivencia en una
sociedad ajena y hostil, solamente vivible mediante la posesión de medios de
producción de mercancías, dinero para adquirir bienes y un conjunto de normas
jurídicas que ponen muy en claro la frontera entre lo propio y lo ajeno, con
exclusión discreta o evidente del desarrollo de lo humano. Lo anterior es claro
si consideramos que la naturaleza de las reformas laborales de nueva generación
ha subrayado el peso del Mercado sobre el Estado y, consecuentemente, la
preeminencia del capital sobre el trabajo.
Recientemente se ha ventilado la
posibilidad de un aumento en el salario mínimo, incluso por parte de organismos
patronales; pero al mismo tiempo los empresarios aplauden sin recato las
reformas legales que hacen posible el despido de los trabajadores sin
responsabilidad para ellos, así como mayores facilidades para contratar sin la
obligación de reconocer antigüedades ni derechos adquiridos, además de las
generosas devoluciones de impuestos con que son premiadas las empresas por
cumplir con lo que legalmente es su obligación. Vemos, pues, que mientras los
salarios y los derechos laborales van a la baja, los precios de los bienes de
consumo popular suben, al igual que las tarifas de los servicios, lo cual hace
posible que cada aumento anunciado se nulifique casi de inmediato en una
carrera donde el que pierde es el trabajador.
Tenemos un trabajo devaluado frente a un
mercado cada vez más exigente, lo que da por resultado un sistema de exclusión
económica y social que afecta enormemente los valores de una sociedad que se
dice democrática: la esclavitud salarial es una condena de por vida que sufre
el productor directo que ve reducidas sus expectativas de bienestar y progreso.
Consecuentemente, el aparente ahorro de las empresas por concepto de
remuneraciones al factor trabajo se convierte en un decremento de la demanda de
los bienes y servicios que el sistema produce, con lo que la oferta tiene, por
necesidad, que reducirse con graves consecuencias para los costos de operación
de las unidades productivas y finalmente para su supervivencia. El tejido
social se rompe y tenemos cuadros de violencia e inseguridad pública que
ameritan la revisión del modelo y rectificar la política laboral y salarial,
tanto como la seguridad social como mecanismo de redistribución del ingreso y,
por consecuencia, de estabilidad social. Llegados a este punto, debemos pensar seriamente
en que la fortaleza de la seguridad social depende de la calidad y la cantidad
del empleo, tanto como su defensa por parte de las organizaciones de los
trabajadores.
Si tenemos empleo precario e ingreso por
debajo de la línea de pobreza en un alto porcentaje de la población nacional,
¿cómo se puede pensar que los sistemas de seguridad social puedan ser
sostenibles? ¿Cómo es posible que el gobierno pretenda hacer caer sobre las
espaldas de los trabajadores el peso de la corrupción y pésima administración
de la seguridad social? ¿Podrá, un gobierno responsable, pensar que la
inconformidad social se resuelve con leyes que autoricen el uso de la fuerza
armada, o que silencien a los críticos del sistema y sus representantes? Desde
luego que no.
En la actualidad, las organizaciones
representativas de la clase trabajadora son el enemigo que vencer del sistema a
la par que son, paradójicamente, su mayor sustento. Lo anterior se debe a que
los sindicatos son el frente de defensa de los derechos colectivos, pero al
mismo tiempo la maquinaria más eficiente de manipulación y mediatización de la
voluntad de los trabajadores. En ese sentido, el peso legal y político de sus
demandas depende, para efectos prácticos, de la acción o inacción de las
organizaciones por cuanto que éstas pueden hacer visible un problema que puede
resolverse, o no, en plazos menores que si fuesen abordados por cada uno de los
afectados.
En Sonora, ante las reiteradas amenazas
de suspensión de los servicios de seguridad social del ISSSTESON, en un acto de
absurda violación de la legalidad que tanto se proclama por el actual gobierno
de Sonora, los sindicalistas universitarios se han pronunciado por un rotundo
no a la exigencia de que la Universidad de Sonora firme un convenio abusivo y
desproporcionado. Cabe recordar una vez más que existe un contrato firmado con
ISSSTESON en plena vigencia y cualquiera sabe que mientras que una de las
partes interesadas no acceda a modificar los términos del contrato, éste sigue
normando la prestación de los servicios contratados.
La directiva del ISSSTESON puede
incurrir en un gravísimo error no sólo legal sino político al desconocer
unilateralmente sus obligaciones y ser, por tanto, objeto de demandas por
incumplimiento de contrato y lo que resulte en perjuicio de los trabajadores
derechohabientes. Como hemos señalado en otras ocasiones, la organización de
los trabajadores y su defensa de los derechos colectivos, laborales y sociales
es fundamental.
De última hora: el propio lunes 8 del
presente, fecha en la que los sindicatos universitarios realizaban una rueda de
prensa sobre el problema en comento, el director del ISSSTESON, Enrique
Claussen, comunicó que dejaba sin efectos la suspensión de los servicios y
planteaba una próxima reunión para buscar alguna forma de acuerdo entre las
partes. Le decimos al señor Claussen que la mejor forma de llegar a acuerdos es
cumplir con la ley y dejarse de amenazas, fintas y manipulaciones. Más seriedad.
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