“Que nadie se haga
ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea
sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz sino viene acompañada de
equidad, verdad, justicia, y solidaridad” (Juan Pablo II).
El concepto suena alentador cuando se
ignoran las implicaciones, los entresijos de este prometedor supuesto: el país
necesidad seguridad para seguir adelante, para que el ciudadano común pueda
salir a las calles y buscar su subsistencia, no temer por su integridad física
o patrimonial, y para que el emprendedor pueda prosperar en sus proyectos.
Requiere de condiciones que permitan que la economía funcione sin sobresaltos y
que los mecanismos de distribución del ingreso cumplan su función.
Cuando el gobierno habla de legislar
sobre seguridad interior cualquiera supone que se refiere a los aspectos arriba
señalados, pero la realidad es otra: lo hace refiriéndose a un mecanismo de
sustitución de la autoridad civil por elementos de las fuerzas armadas, lo que
supone la suspensión de las garantías individuales y el establecimiento de un régimen
de excepción. El pacto social se fracturó y la férula que lo debe reparar es de
acero y pólvora.
¿Por qué la insistencia presidencial de
tener una ley que imita torpemente la abusiva Ley Patriótica de los gringos?
¿Por qué militarizar la seguridad pública y reducir las facultades de los
estados y municipios? ¿A qué horas se canceló el Pacto Federal y se puso en su
lugar una mala versión del Estado Unitario? ¿A quien favorece que el país se
encuentre en una situación de suspensión de garantías constitucionales? ¿Quién
provocó el estado de emergencia nacional? ¿Peligran las instituciones de la
república y el estado de derecho? En todo caso, ¿por qué?
Considerando la situación en la que
viven más de la mitad de las familias mexicanas, la carencia de oportunidades
de trabajo digno, la ausencia de programas de estímulo a la economía regional,
el abandono del campo y la contención salarial, las espesas redes burocráticas
que coartan las iniciativas productivas, la discrecionalidad en las exenciones
y la devolución de impuestos a quienes más tienen, se genera un cuadro
desolador de la economía y la calidad de vida del mexicano promedio, más los
horrores de quienes no poseen nada, salvo su existencia como precaristas
permanentes y expulsados de los beneficios del progreso. Mientras el país
refrenda su vocación de traspatio de los gringos y colonia de explotación de
las transnacionales, vemos que nuestra economía es dependiente, expulsora de
fuerza de trabajo que emigra y reporta remesas.
Tenemos empleo condicionado a la
facilidad de los despidos y a la ausencia de prestaciones ligadas a la
seguridad social; tenemos la privatización de los servicios de salud y la
reducción de la presencia estatal en éstos y otros renglones de la actividad
económica y social. Los derechos se condicionan y relativizan merced a las
llamadas reformas estructurales y las promesas de progreso se quedan en torpes
remedos de solución, en programas asistencialistas que solamente generan
clientelas.
Nuestros recursos naturales dejaron de
ser importantes y los otrora considerados estratégicos, como el petróleo, son
parte importante del botín que se ofrece a las empresas extranjeras bajo el
supuesto de la apertura de los mercados y la competitividad. Somos una economía
abierta sin haber sido antes una consolidada, fuerte y bien integrada, capaz de
proporcionar un nivel de vida digno a su población. De ahí que la dependencia
se haya fortalecido y profundizado con el TLC y caído en estado de mayor
vulnerabilidad con las reformas neoliberales.
En estas condiciones de bajos salarios,
de inestabilidad y precarización del empleo, ausencia de seguridad social y
creciente delincuencia, ¿qué hace el gobierno? Lejos de buscar dar seguridad en
los empleos, fortalecer el ingreso y la economía familiar, incrementar su
capacidad de compra, ofrecer oportunidades de inversión con responsabilidad
fiscal y social, se hace lo contrario. Una economía precaria, dependiente, sin
mecanismos adecuados de generación, distribución y redistribución del ingreso
donde las instituciones sociales y políticas son las primeras víctimas de un
modelo viciado, corruptor y depredador, da por resultado la ruptura del tejido
social y, por ende, el endurecimiento de las medidas de contención ciudadana: el
desorden provocado por el modelo obliga a la militarización de la seguridad
pública y lo civil se subordina a la bota militar, generando una situación de
guerra civil apenas disimulada que hace necesaria la imposición de una Ley que
legitime la intervención armada.
La Ley refrenda la incompetencia del
gobierno federal y, al mismo tiempo, avala la desafortunada guerra que desató
el panista Calderón, una guerra que debió evitarse, que nunca debió ser. La
historia reciente del país demuestra que da lo mismo un gobierno del PRI o del
PAN, porque su matriz ideológica es la neoliberal. Dejaron de haber diferencias
de concepción sobre el país y su destino, se pulieron las asperezas ideológicas
y sobrevino una crisis de identidad que se resuelve con la diáspora de una
militancia cada vez menos definida, mas oportunista, más clientelar.
Al fracaso de la economía sigue el de la
política y el de la estabilidad e integración social. En estas condiciones la
incompetencia genera mecanismos de respuesta facilones, burdos e ineficaces,
pero igualmente represivos: la contención de disidencias, la opacidad como
sistema, la corrupción y el desorden gubernamental se unen y ponen al servicio
de los intereses transnacionales, dejando hecho polvo el compromiso con la
nación y la identidad nacional. Si no los puedes convencer, reprímelos. Para
eso está la Ley de Seguridad Interior.
México está enfermo, sus males se han
agravado de tal manera que hay que ponerle camisa de fuerza a la ciudadanía,
contenerla, amedrentarla, reducirla a estadística, víctima permanente de abusos
y engaños. Para esto están las fuerzas armadas metidas a instrumento ciego de
represión y aniquilación de ese enemigo histórico de las dictaduras: el pueblo.
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