“Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres” (Luis
Vives).
La comunicación,
gracias a las nuevas tecnologías, se vuelve más ágil, masiva y global en estos
tiempos maravillosos en los que cualquiera, desde la comodidad de su hogar,
puede compartir noticias, chismes, frustraciones, perversiones, complejos,
premoniciones, sospechas, inclinaciones, tendencias, aberraciones lúdicas,
supuestos y excrecencias ideológicas, en un caldo que, de tan denso, resulta
indigesto cuando no intragable. Lejos de comunicar, se incomunica. Más que
informar, se desinforma.
Supongo que
muchos de los lectores participan en uno o varios grupos de conversación (chat), donde se establecen diálogos o
piezas informativas que tienen que ver con las afinidades profesionales,
gremiales, familiares, políticas o religiosas, en busca de actualizaciones,
noticias de interés o nuevos filones de humor y ocio informatizado. Seguramente
usted es capaz de discernir entre un espacio de cotorreo inocuo e
intrascendente, sea familiar o amistoso, y otro dedicado a los asuntos del
trabajo, la asociación, el sindicato o cualquier organización que busque
informar y contactar a sus miembros en forma fluida y expedita.
No dudo que
usted sea capaz de respetar la naturaleza del medio de comunicación de que
dispone y seguramente tiene claro qué conducta se espera de quienes simplemente
digitalizan su ocio, a diferencia de los que ingresan en sitios reservados a
usos institucionales y actúan en consecuencia. Al respecto, es claro que la
madurez y la inteligencia de los usuarios se manifiesta con absoluta claridad
mediante su forma de participar, en obvio a las características del medio que
utilizan. Una acción fuera de los propósitos explícitos del medio es, sin duda
alguna, un despropósito; irrespeta y violenta las reglas del juego comunicativo
y, en ese sentido, propicia la incomunicación.
Cabe aclarar que
a nadie se impide decir simplezas y sostener necedades; postular creencias
religiosas y compartir arrebatos místicos que insinúan algún torvo afán
evangelizador; colmar el espacio de fotos editadas con mensajes cursis o
simplemente ridículos, o dedicadas a estimular el morbo y exhibir el
subdesarrollo mental y emocional de quien comparte. Las expresiones de un
sentido del humor presa de conflictivas psicosexuales no resueltas, de filias y
fobias encapsuladas en manifestaciones cercanas a la oligofrenia, de fijaciones
bajunas, de simple y llana vulgaridad, pueden tener cabida en espacios
expresamente anfitriones de basura, porque el derecho a la pestilencia
intelectual seguramente cuenta como derecho humano reivindicable por la
Comisión Nacional de Derechos Humanos o la Suprema Corte de Justicia de la
Nación.
¿Usted vería bien
que en un espacio institucional se desatara una epidemia de saluditos ñoños, chistecitos
varios, cuadritos con bendiciones y chismes diversos? ¿No sería más prudente
reservar este tipo de publicaciones a chats
de carácter trivial o informal que respondan a formas de sociabilidad
rudimentaria?
Por otra parte, la
apertura indiscriminada de un chat, (en
el sentido de admitir cualquier contenido), creado para responder a las
necesidades de información y comunicación de un grupo unido por objetivos formales
comunes, si bien es cierto que aparenta libertad, democracia e inclusión, acaba
por caer en la ciénaga del capricho, la intrascendencia, el berrinche, la
manipulación y la exclusión por hartazgo, por el cansancio de sus usuarios y pronto
deja de cumplir sus fines. Se convierte en un medio de incomunicación y
desinformación de sus integrantes. La auténtica expresión de la libertad es
cuando la acción responde a la necesidad informativa de los usuarios de un
medio. Lo demás es banal, superfluo y empobrecedor. ¿Para qué envilecer la
inteligencia con la vacuidad del abuso? Y usted, ¿ya vació su chat?
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