“Esperemos lo que deseamos, pero soportemos lo que suceda”
(Cicerón).
Como es
tradicional, la Universidad de Sonora “reconoce” a sus académicos cada año con
motivo del día del maestro. En ampulosa ceremonia debidamente publicitada, la
administración hace discursos y entrega reconocimientos en papel,
apropiadamente enmarcados, para que se puedan lucir en las paredes de cubículos
o egotecas particulares; asimismo, se
hace entrega de un cheque cuya cantidad se desprende de alguna tabla basada en
los años laborados y el monto dispuesto para tales efectos. Es obvio que este
instrumento bancario ejerce un considerable poder de convocatoria.
Por orden
ascendente de antigüedad van pasando los agraciados para recibir su constancia
y un sobre que materializa las expectativas racionales ligadas al tiempo de
cada docente, pero también de la administración que, como su nombre lo indica,
filtra, matiza, promueve y manipula los avatares de la trayectoria académica y
los claroscuros del Contrato Colectivo de Trabajo, y establece en cada caso los
huecos e intersticios del clausulado que puede ser violado sin muchas
explicaciones más allá de la excusa de la responsabilidad institucionalidad por
la “excelencia” y el cumplimiento del compromiso institucional con los
sonorenses. Los aplausos endulzan los oídos y las conciencias del protagonista
en turno, que goza de las mieles de la adrenalina escénica y la repentina
sensación de ser, por cosa de 15 segundos, el centro de la atención oficial que
lo ve como alguien tangible y transitoriamente significativo.
Si el pan es el
cuadro con el reconocimiento y el cheque bancario, el circo es el auditorio,
las luces, el sonido y la forzosa presencia y conducción de las autoridades,
frente a una tropa variopinta de asalariados con títulos y constancias que forman
la base académica, el fundamento de la calidad y la excelencia encarnadas en
personas que ostentan nombre, apellido, título y expectativas de un mejor
futuro laboral merced a la eventual valoración del trabajo que realizan; ahora
presentes como protagonistas, pero tal como en la realidad cotidiana, su lugar
está abajo llenando las butacas del auditorio, obedeciendo el protocolo, esperando
ser llamados, dispuestos a recibir de algún funcionario el reconocimiento,
saludar de mano, sonreír, no entretenerse mucho para no afectar la continuidad
y fluidez de la ceremonia; entender que esas autoridades que hace poco le
patearon el trasero y se pitorrearon de su dignidad merecen el agradecimiento
de quienes reciben públicamente, sólo por hoy, el reconocimiento y el aplauso. Después
de todo, las violaciones al contrato colectivo son parte de la vida cotidiana y
la ceremonia del día del maestro se tiene sólo una vez al año.
¿Cómo negarse a
asistir a una ceremonia donde le van a dar algo así como dos papeles, uno
enmarcado y otro ensobrado, frente a sus pares? ¿Acaso no es importante dejar
el anonimato del trabajo cotidiano y la insignificancia laboral tras las
violaciones contractuales, denuncias y reclamos que se formalizan en los
pliegos petitorios, los oficios, pronunciamientos y protestas, por unos
segundos de visibilidad? ¿Acaso no es seductor dar la mano al rector, a los
secretarios, frente a esa pequeña muchedumbre, una vez cada cinco años, en una
ceremonia que cada año hace aparecer las antigüedades laborales como mérito
académico? ¿Quién se puede resistir a la posibilidad de ser juzgado solamente
por el rasero del tiempo y el aguante? ¿Por el tamaño del cuadro y el cheque?
Pero, más allá
de las diferencias de asiento y figura nos une el espacio y el tiempo que
compartimos, la despolitización por la beca que actúa como mordaza psicológica,
como freno de caballo que entra por la boca y limita la mente y la lengua; nos
une el prurito de lo políticamente correcto, la mansedumbre de una madurez
ficticiamente confundida con la apatía y la resignación que convierte al
sindicalismo en una excusa para la reivindicación de clientelas, de
ineptitudes, de faltas y complicidades, al margen de principios, valores y
disposiciones estatutarias y contractuales. Cínicamente se pudiera pensar, ¿para
qué me sirve el sindicato si puedo dedicarme a la cosecha de puntos traducibles
en salarios mínimos? Si la corrupción da dinero, ¿quién se puede animar a declararse
culpable ante un jurado de simuladores?
Aunque tanto el
reconocimiento como el cheque se pueden recoger cualquier día hábil después de
la ceremonia, ¿quién, más allá de unos cuántos, hace ejercicios de dignidad y
no asiste a esa farsa conmemorativa carente de sentido y respeto? ¿No cuentan los
agravios a los maestros total o parcialmente desprogramados, a los afectados en
su salario, a quienes no ha valido su trayectoria para alcanzar una mayor
categoría y nivel, a quienes se ven marginados en el ejercicio de sus derechos
contractuales? ¿Las ofensas, prepotencia y desprecio de una administración
mareada arriba de un ladrillo clientelar, no pesan?
Tiempo de
reflexionar sobre la universidad y lo universitario, sobre la educación
superior y la educación pública en general, sobre el papel del docente que es
sindicalista en sus ratos libres de tortibecario,
sobre el destino de las organizaciones de cara a un sistema que por un lado
reconoce el mérito y trascendencia de los académicos pero que por otro dispone
normas que proletarizan y limitan las posibilidades de desarrollo profesional
de los trabajadores académicos. Hora de replantear el contenido de la autonomía
universitaria y la del profesional universitario. Hora de decisiones sobre el
rumbo y las estrategias de lucha por la sobrevivencia gremial y la integridad
institucional.
El día del
maestro conserva la forma, pero es indudable que su contenido ha cambiado; se
ha vaciado del valor, el respeto y la dignidad del académico; del amor y la lealtad
hacia una institución del pueblo y para el pueblo. Ahora importa más la forma
que el contenido, y el precarismo académico es una realidad que más valdría
atacar que ignorar ya que la relación sado-masoquista en que se ha convertido
el proceso de revisión salarial y contractual sugiere la necesidad de revalorar
el sindicalismo, fortalecer la unidad y elevar el nivel de conciencia de los
universitarios. La universidad debe seguir siendo la conciencia crítica de la
sociedad y eso no será posible sin un sindicalismo fuerte y comprometido con el
conocimiento y con las acciones que impulsen el desarrollo y el progreso de
Sonora.
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