“Lo que fueron vicios, hoy son
costumbres” (Séneca).
Semana Santa o
de Pascua. Semana contradictoria en cuestiones climáticas y de puesta al día
ciudadana respecto a las acciones de los delincuentes que, organizados o no,
asuelan las cacarizas vialidades, los espacios públicos y privados y los
precarios goznes de la civilidad sonorense. Semana de “operativos” para prevenir
lo que las costumbres arraigan con la fuerza de una ley no escrita: lo etílico
define el estado de la diversión y las bondades de unas merecidas vacaciones. Lo
demás es pura casualidad.
Los
vacacionistas remontan las adversidades monetarias y sacan a relucir el
arrugado billete o la lustrosa tarjeta que abre las puertas del paraíso
terrenal, como si el acto de gastar surtiera efectos extraeconómicos
directamente relacionados con la autoestima, el reconocimiento social y la
epifanía de un hedonismo a la carta. Somos lo que gastamos, pero también
gastamos lo que somos.
La visión de la
arena, el sol y el agua marina son los espejismos culturales que acariciamos
con amigos o consanguíneos, de los cuales obtendremos las anécdotas necesarias
para subsistir con decoro en las conversaciones por sostener. Nadie que diga
“no salí” podrá gozar de la misma consideración de quien afirma haber sido
picado por una “aguamala”, cortado por un vidrio en la planta del pie, asaltado
por un vago o por un comerciante de temporada; la aventura sabe a comida
chatarra, arena y cerveza, cuando no a carroña de restaurante, insecticida en
aerosol y salsa picante. Desde luego que el nivel de la experiencia
gastronómica depende del precio, el lugar y las condiciones del servicio y,
muchas veces, tanto de la suerte como de la resistencia de su aparato
digestivo.
El paseo por ese
campo minado que llamamos playa puede verse comprometido por obstáculos a veces
infranqueables como cercos, letreros de “propiedad privada”, “prohibido el paso”
o “cuidado con el perro”, lo que adquiere particular relevancia si están
acompañados de vigilantes debidamente entrenados y autorizados por alguna
instancia de inequívoca vocación mercenaria. La propiedad privada de las playas
en México sigue siendo un misterio legal que quizá algún día se pueda resolver
mediante el improbable expediente de la conciencia ciudadana en confrontación
con la voracidad de los acaparadores inmobiliarios. Cierto que todos somos
iguales ante la ley, pero hay unos que son más iguales que otros.
Si, por un lado,
nuestro derecho de tránsito es coartado por barreras privadas irregulares,
también lo es gracias a los “retenes” que filtran el aforo vehicular bajo el
supuesto de prevenir accidentes y poner coto a la delincuencia de temporada.
Somos un país de libertades condicionadas y vías de comunicación arbitrariamente
interrumpidas; ciudadanía comprimida por las leyes del mercado que minimizan el
espacio público y amplían el privado a costa de libertades otrora indiscutibles
por obvias. Así las cosas, México se mueve a empujones de inversión extranjera
privada a contrapelo de la protección del ambiente, el equilibrio ecológico y
el bienestar popular.
Si en la playa
la diversión es pastosamente multitudinaria e inercial, en el campo se
advierten también las dificultades de acceso a los lugares de descanso por obra
de una deficiente red carretera, saturada e incapaz de dar vía fluida a los
cada vez mayores volúmenes de vacacionistas. Aun en estas condiciones el
comercio florece de la mano del abuso, la improvisación y eventuales problemas
de higiene, tolerados por el entusiasmo de la época, el afán de cambiar una
rutina de abuso y minusvalía cívica por otra más abierta y campirana. No es lo
mismo que te traten de joder en el campo que en la ciudad, ¡que para eso es el
asueto de Semana Santa!
El Vía Crucis
vacacional cobra su cuota de sangre, sudor y lágrimas gracias a los excesos
propios de la ocasión: de velocidad, alcohol, confianza, distracción. Así
tenemos algún muerto y lesionados en accidentes de tránsito, en asaltos con arma
blanca, por picadura de algún bicho marino de consistencia gelatinosa, por
intoxicación etílica o alimenticia, o afectados por vidrios en la arena,
comerciantes abusivos, funcionarios inescrupulosos, propietarios gandayas, o
simples y joditivas manifestaciones del karma.
Al final, la
resurrección de Cristo se reedita con letras doradas y es celebrada con
puntualidad ritual; aunque vista a trasluz, las miserias humanas insinúan que
nuestra pascua fue, como suele ser, tiempo de jolgorio comercial y de clientelas
en pos de bienes y servicios que alcanzan su clímax consumista y por gravedad
caen en alguna estación del amplio territorio de la insolvencia. Agotado el
domingo y su simbolismo, la puerta del lunes se abre mostrando de nuevo el
camino de la rutina y el arrepentimiento. La Pascua ha concluido. Caminemos,
pues.
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