“Los ignorantes aprenderán y los que saben
con agrado recordarán” (Hónault).
La lucha por
mejores condiciones de trabajo y vida parece resultar incómoda, molesta,
incluso innecesaria para la cúpula del gobierno, la iniciativa privada y, por
supuesto, los representantes de las instituciones involucradas. A estas
alturas, no es extraño leer declaraciones de personajes públicos pontificando
acerca de las maravillas del salario mínimo y de la increíble bonanza de
quienes alcanzan sueldos de hasta dos mil pesos.
De acuerdo a
este criterio, la canasta básica se encuentra al alcance de cualquier
asalariado y, por tanto, resulta incompresible por desproporcionado el reclamo
de mayores ingresos y garantías como la seguridad social, ya que, en todo caso,
el Seguro Popular satisface colmadamente las necesidades de aspirinas y curitas
del proletariado medio. La presión por mejores condiciones de vida ejercida por
algunos sindicatos resulta no estar dentro de los parámetros conductuales de
una clase, la trabajadora, tan altamente beneficiada por sus patrones
trasnacionales y nacionales que se empeñan en “educar” a sus empleados en las
emocionantes realidades del empleo precario, la sobreexplotación y la carencia
de prestaciones sociales.
Frente a la
precarización del empleo se yergue un mercado laboral que poco contribuye a la
economía nacional porque su capacidad formativa y de ascenso social es
limitada. La ausencia de industria nacional se ve compensada por la apariencia
de modernidad representada por el capital extranjero y modelos de organización
que no pueden ser otra cosa que neocoloniales: se instalan maquiladoras en vez
de fábricas; negocios de formato estandarizado y provisión de insumos y
servicios a cargo de pocas firmas. Las manufacturas y el comercio con raíces,
responsabilidades e intereses locales parecen ser cosa del pasado nacionalista
que el neoliberalismo botó a la basura.
Las expectativas
de progreso y capilaridad social ligadas a la educación como proceso formativo
superior riñen fuertemente con los esquemas que el propio gobierno impulsa e
impone con la fuerza pública: la mediocridad y homogeneidad burocrática se
prefieren al desarrollo de la inteligencia y la libertad personal fundadas en
el logro académico. El ogro burocrático se lanza contra la disidencia y rechaza
el ideal educativo que conduce al pensamiento crítico y el trabajo socialmente
constructivo. En este contexto, la educación pública es un concepto demasiado
pesado e indigesto para los empresarios educativos y los funcionarios públicos
que defienden al mercado, al estudiante como cliente y la ganancia comercial
frente a la formación técnica y humanista con responsabilidad cívica.
Si se trata de
formar ejércitos de empleados sin perspectiva social, anclados en la inmediatez
de un hedonismo ramplón y que no extrañen la ausencia de derechos laborales, la
reforma educativa resulta ser notable en su imposición. La fuerza del gobierno
contra los trabajadores de la educación, los propios estudiantes y sus
familias, gana espacios periodísticos y a coro los funcionarios locales se
empeñan en felicitar a quienes cedieron su primogenitura magisterial a cambio
de lentejas de ignominia y subordinación. El garrote federal se ve acompañado de
las cachiporras estatales, en plan de sicarios educativos, subrayando el
carácter patéticamente centralista del quehacer público nacional. Pero, si la
educación básica y media superior se marchitan bajo la bota del neoliberalismo
autoritario, no se puede decir menos de la educación superior y la
investigación científica y tecnológica.
Las
universidades, institutos y centros de investigación parecen ser los enemigos
jurados de un sistema que lucha por desposeer a sus profesores e investigadores
de las condiciones laborales y sociales para el desempeño óptimo de sus
funciones. La creación y recreación del conocimiento, la extensión y difusión
de la cultura quedan sometidas a una sistemática degradación de sus contenidos
y formas de expresión, mediante remedos de “reformas curriculares” cuya función
es la trivialización de las profesiones y la supresión de sus contenidos
críticos.
No es novedad
que los nuevos planes de estudio de las ciencias sociales presten mayor
atención a los procedimientos que a los razonamientos; y que, en carreras como
Economía, las autoridades se empeñen en reducir y mutilar los cursos de
Economía Política, Historia Económica y los enfoques teóricos heterodoxos sobre
el desarrollo, favoreciendo la enseñanza de los enfoques neoclásicos y los
rudimentos instrumentales de la profesión. Una vez perdido el equilibrio entre
estas dos concepciones de la ciencia, el mercado termina imponiéndose y
nulifica la conciencia social y política de los formadores y los sujetos en
proceso de formación.
Tampoco se puede
decir que el tratamiento laboral que reciben los universitarios sea completamente
distinto al de sus pares de los niveles educativos previos. En las relaciones
entre la administración y los académicos sindicalizados destaca un evidente desprecio
hacia estos últimos.
En nuestro
medio, la relación institucional entre las autoridades administrativas y
sindicatos académicos reproduce la hostilidad oficial hacia los trabajadores,
al punto de negar, desde el inicio mismo de las negociaciones salariales y
contractuales que marca la ley, cualquier posibilidad de acuerdo: la frase “no
hay dinero y háganle como quieran”, aparece como la versión sintética del
pensamiento administrativo que excluye la palabra “negociación” con la misma
firmeza con que evade “gestión” y “transparencia”.
El sindicalismo
universitario sonorense representa un bastión de lucha contra la liquidación
del patrimonio intelectual, la respetabilidad y utilidad social de nuestras
instituciones de educación superior. Esta etapa de negociaciones salariales y
contractuales no ofrece facilidades, porque, a pesar de la ley, las autoridades
estatales y las administraciones de los centros de estudios se muestran
empeñadas en provocar los estallamientos huelguísticos, criminalizar la
protesta y la suspensión de labores, desacreditar al sindicalismo y hacer
prevalecer una política laboral y educativa absurda e ilegítima.
Los académicos,
los estudiantes y el pueblo de Sonora en su conjunto, debemos estar preparados
contra la manipulación informativa, el triunfalismo mediático, el engaño y la
desinformación. No hay mejor inversión que la educación ni tarea con mayor
importancia y trascendencia social que la docencia. Es urgente e inexcusable
apoyar con firmeza al sector académico, y hacer posible que nuestras
instituciones de educación e investigación superior cuenten con las mejores
condiciones para su funcionamiento y desarrollo. Nuestro futuro como sociedad
depende de ello.
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