¡Oh tiempos, oh costumbres! (Cicerón)
El día martes 18 de este mes, en Navojoa, una joven
saltó de un templo con el ánimo de suicidarse. No lo consiguió. Ahora está en
manos de los médicos para atender sus heridas físicas, mientras que las
psicológicas tendrán que esperar un tiempo. A la fecha son varios los opinantes
especializados que dejan ver la posibilidad de algún problema de relaciones no
resuelto. Se especula que puede ser alguien víctima de acoso escolar o del
consumo de substancias que afectan la conducta. Palos de ciego, escopetazos
teóricos que buscan academizar un problema humano que estalló en mera jeta de
un buen número de mirones dispuestos a tomar con sus celulares el momento
preciso en que la chica se lanzara al vacío. El campanario de la iglesia, en
Navojoa, fue el escenario terrorífico que convocó morbosidades pueblerinas y
dejó fuera al exorcista de los demonios adolescentes: párroco, bomberos y
policías miraron durante 45 minutos el espectáculo, sin poder hacer algo.
Las razones o sinrazones de la chica importan cuando
se trata de situaciones que conmueven a la sociedad sonorense porque tras el
hecho hay una persona que sufre. Las explicaciones son inútiles cuando se trata
de simplemente documentar el “caso” y se deja fuera al ser humano actor y
víctima del drama. El asunto cuenta con la atención de muchos gracias a la
prensa y las redes sociales, pero en la mayoría de las veces, el silencio
social cubre los gritos individuales y los convierte, si acaso, en anécdota
compartida en la sobremesa, en el café o la cantina.
El caso de Jazmín, la suicida frustrada, sirve de
ejemplo de cuán solos están los jóvenes en una sociedad altamente comunicada,
con redes sociales y medios audiovisuales al alcance de todos, pero en igual
forma despersonalizada y ajena. El acceso a internet hace posible estar en
sintonía con una multitud de personas en cualquier parte, de suerte que se crea
la ilusión de la relación interpersonal afectiva prescindiendo de la presencia
física y la cercanía con el interlocutor se reduce a pixeles, a bites que
pululan en el ciberespacio. El calor humano es sustituible por un producto
tecnológico al alcance de las mayorías, con lo que el mundo queda expuesto en la
pantalla de mi compu. Así las cosas, ¿para qué sufrir las molestias de la
relación humana en vivo, próxima y física? ¿Qué necesidad de oler y sentir
aromas y texturas que quizá me sean indeseables? ¿Por qué discutir con otros cuya
opinión me puede importar un rábano? ¿Qué caso tiene soportar interlocutores a
veces groseros y que son capaces de interrumpir mis dichos? La solución radical
a este tipo de inconvenientes comunicacionales la da el internet ya que aísla a
los sujetos en una burbuja protectora de su intimidad, o justamente todo lo
contrario cuando los datos personales son asunto de cualquiera y, por ello,
objeto de los comentarios, críticas y burlas ajenas.
Poner la vida personal en el escaparate de las redes
sociales resulta ser altamente antisocial por su vertiente destructiva: saber de deseos, inquietudes,
temores, angustias y expectativas del otro, supone una oportunidad dorada para
resolver el propio conflicto mediante la burla, agresión y acoso. Así, la
disminución del otro actúa como compensación de mi propia enanez.
Pero volviendo al asunto, el acoso escolar puede ser
causa de muchas desgracias para quien lo sufre, porque supone la relación no
deseada de víctima y victimario. El abuso trasciende las fronteras de la broma,
de la simple “carrilla” entre compañeros como forma jocosa de resaltar el error
ajeno, como forma de relación en la cual la comicidad es involuntaria y los
comentarios y risa provocada son transitorios y terminan diluyéndose sin más
problema ni daño a la dignidad de quien fue su objeto.
¿Quién no fue el centro de cotorreos y burlas
eventuales por errores o accidentes jocosos en la escuela? Todos cuantos
sufrimos alguna vez este tipo de respuesta sobrevivimos sin trauma, será porque
la “carrilla” era inocua, pasajera, lúdica.
Muy otra cosa es el acoso escolar que se sufre por
obra de compañeros con cierto ingrediente de sadismo en sus acciones. La broma
se convierte en una forma de agresión que se vuelve prolongada y cruel. El
deseo no es divertirse sino afectar de la peor manera posible al compañero en el
papel de víctima, como si la vejación infligida hiciera crecer la autoestima
del agresor. El victimario es un enfermo que afecta la salud física y mental de
la víctima por su reiterada manifestación de desprecio y agresividad. La
humanidad de uno resiente la inhumanidad del otro, con lo que se desarticula la
idea de mundo y de relación social de los actores. Naturalmente, quien lleva el
rol pasivo acaba por desear el fin, a como dé lugar, del martirio, muchas veces
mediante la auto-aniquilación.
Las autoridades y padres de familia se preguntan qué
hacer frente este problema y sólo atinan a buscar una solución jurídica en
forma de una “ley antibullying”. No estaría mal revisar si en el seno del hogar
existe comunicación entre padres e hijos, si la situación económica obliga a
que ambos progenitores trabajen y dediquen poco tiempo a la vida familiar, si
la permanencia frente a la computadora, particularmente las redes sociales,
ocupa la mayor parte del tiempo, si la violencia forma parte importante del
entorno social, si hay violencia intrafamiliar, si se supervisa lo que ven los
hijos en la televisión o en línea, si hay un ambiente de exclusión en el hogar
y en el entorno escolar; si los maestros vigilan el comportamiento y las
interacciones de sus alumnos, si están dispuestos a asesorarlos y,
eventualmente, aconsejarlos sobre asuntos escolares y extracurriculares. Muchas
de las soluciones se encuentran en nuestras manos, frente a nosotros. No
perdamos de vista que los problemas humanos se deben abordar con humanidad, no
con el garrote legal. ¿Por qué no recuperar el sentido común y el respeto entre
semejantes? ¿Por qué no replantear las relaciones de trabajo, la dignidad de la
educación y los valores familiares?
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