La
naturaleza aborrece el vacío
(Descartes).
Tiempo en el que la anatomía de los
ciudadanos siente el sofoco de la meteorología que anuncia bajas presiones y
corrientes de chorro, tanto como anticiclones y otras menudencias que se cruzan
en las etéreas regiones de un lenguaje técnico que sirve para persuadirnos de
algo esencial: se siente un calorón de los mil demonios y amenaza lluvia. Como
confirmación del evento anunciado, la noche del domingo cayó un verdadero
torrente de agua con sus respectivos truenos y relámpagos, apoyados por vientos
huracanados que contribuyeron a azotar las gotas de lluvia contra edificios,
puertas y ventanas con furiosa determinación.
Quienes veíamos alguna película en la
tele nos quedamos a medias gracias al apagón que acabó anticipadamente con el
espectáculo y sumió tanto la tele como el resto de la habitación en una
oscuridad digna del apocalipsis. La oscuridad reinó en las casas y calles,
dejándonos a merced del espectáculo dantesco que debieron observar los
sonorenses de los siglos previos al XIX, de una naturaleza amenazante y
terrible. La corriente eléctrica se restableció hasta las 5:20 horas del lunes,
dejándonos con un “ya para qué” en la boca, pero con el consuelo de poder
seguir con la rutina diaria.
El sol del nuevo día limó las asperezas
de una noche de sudor, gruñidos de protesta y maldiciones entre dientes, a
cambio de otros motivos de disgusto e indignación. Sucede que Hermosillo es la
ciudad de los baches, hundimientos, colapso de casas y drenaje desbordado;
carros atascados, hospitales donde llueve más dentro que fuera, cines con
ventanales que ceden como si fueran de cartón, vialidades caóticas y árboles
diezmados sea por la mano del hombre o por azares de la naturaleza que se
manifiesta con violencia.
La ciudad capital lame sus heridas y
recoge los trastos rotos, en un ritual que se repite cada vez que alguna lluvia
grande, mediana, larga o corta, se precipita sobre las cansadas calles, plazas,
casas y ciudadanos de paso o residentes. Cada temporada el gobierno hace como
que se prepara para afrontar lo que ya sabe que ocurrirá y, sin embargo,
seguimos padeciendo apagones, inundaciones, baches, derrumbes, caos vial,
accidentes y destrucción de vehículos y otros eventos atribuibles a
contingencias meteorológicas.
Las ráfagas de viento y agua siguen
azotando cada vez los locales comerciales, las casas particulares, el
transporte público y privado, que falla junto con el sistema eléctrico y los
servicios de televisión y telefonía, en una película que solamente sufre
pequeñas modificaciones de acuerdo al envejecimiento del equipamiento urbano y
al crecimiento poblacional. Mientras tanto, el gobierno da muestras de un
autismo que se agrava por temporadas pero que promete estar en busca de
soluciones en beneficio de los habitantes.
Sin embargo, el asunto del drenaje tanto
como el de los baches siguen siendo temas de temporada, como lo son los relativos
a la inoperancia del sistema de cableado aéreo tanto eléctrico como de los
servicios de televisión, teléfono e internet. Queda visto que la necesidad de
actualización no tiene el peso suficiente en las decisiones que toman las
instituciones que prestan estos servicios.
En este contexto, cabe suponer que la
prioridad de quienes participan en la política electoral se reduce a contemplar
la cara fotogénica de la vida citadina y las posibilidades de lucimiento, antes
que resolver los problemas de infraestructura
(¿queda claro, Peña Nieto?) y otros aspectos que no salen en la foto.
Lamentablemente, en la ciudad y el
estado, los problemas sin resolver tienden a agravarse y terminan estallando en
forma de paros, bloqueos carreteros o toma de instalaciones, demostrando que
resulta bastante peregrino pretender gobernar con base en discursos y proclamas,
poses ensayadas, desplantes televisivos, pago de desplegados y maniobras de
acarreo y recompensa.
La lluvia en Hermosillo nos dejó a
oscuras, mojados, sin televisión o señal de internet, pero nos ofreció la
oportunidad de situarnos en la realidad en que vivimos, de ponernos durante
horas frente al caos, de cara a las fuerzas de la naturaleza en una ciudad en
la que no pasa el tiempo de los pretextos, de las explicaciones ridículas que parecen
negarse a dar paso a las soluciones, a las acciones de mediano o largo plazo
que nos garanticen una vida más segura y
más digna. Así, los discursos de los que se van y los que llegan coinciden en
la alcantarilla de la decepción ciudadana que, por no haber otra cosa, espera
mejores tiempos mientras chifla bajo la lluvia.
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