Decipti non censetur qui scit se decipi
(No se considera engañado quien sabe que es engañado)
En temporada electoral se estila montar espectáculos circenses o, si se prefiere, reality shows que atraen las miradas y los oídos de un público animado por la expectativa de presenciar luchas de máscara contra cabellera verbales, traducidas como el ataque verbal esgrimiendo los trapitos sucios y raídos de los adversarios, de suerte que los fanáticos de la nefasta señorita Laura (o en su momento Cristina Saralegui), reciban su dosis de cotilleo, vulgaridad y estridencia comunicativa envuelta en revelaciones y ataques varios. Los caminos de la vulgaridad son infinitos y el público babeante de emoción se pone al borde del orgasmo cuando algún contendiente asesta una puñalada al contrario, que chorrea cinismo cuando no una bien cuidada hipocresía que se pone al alcance de todos mediante las maravillas de la televisión.
El llamado debate concita la entusiasta
participación del ciudadano que se mete en el papel de actor principal del
carnaval de comparsas subdesarrolladas que, sin recato ni capacidad
autocrítica, pueden colmar los espacios dedicados a la exhibición
político-electoral. Tal situación permite suponer que la política en México no
pasa de ser un remedo trasnacionalizado que no acaba de anclar en la conciencia
de los electores con mentalidad de peones de hacienda porfiriana, de acarreados
con actitud vacuna que pastan en las siniestras praderas de la manipulación
mediática. Aquí se ve una pálida parodia de lucha ideológica, conceptual,
argumental, de inteligencia y manejo de las cifras y demás datos que revelen el
estado de cosas que guarda el estado, el municipio y el sector de interés, sólo
que reducida al absurdo, a la expresión más pedestre que sea posible encontrar.
Y se encuentra cada vez que a alguien se le ocurre posar ante cámaras y
micrófonos para hacer alarde de su capacidad de ridículo, de su desparpajo en
ofender y agredir fingiendo que ese espectáculo es un debate.
El problema más grave es que la gente
que los promueve y asiste no tienen idea de lo que es debatir, es decir, la
confrontación de proyectos políticos, de visiones del deber ser nacional o
local analizados en forma temática, donde se presenta el problema y su
solución, de acuerdo a la óptica particular de cada contendiente. En cambio,
los participantes se limitan a reaccionar y responder ataques y recriminaciones
con otros ataques y recriminaciones, en un juego donde el que “gana” lo hace
por el manejo de imagen que logra embarrar en las neuronas de los espectadores.
Aquí no importa la solidez de los argumentos sino la actitud, la gestualidad,
el tono de la voz, los elementos de un espectáculo siempre más emocional que
racional. La idea pavloviana del estímulo y respuesta en plena acción.
En el caso concreto de un “debate” entre
Claudia Pavlovich (PRI) y Javier Gándara (PAN), es fácil suponer que el plato principal
estaría compuesto por la misma bazofia triunfalista que ambos partidos nos han
endilgado a través de los años, con las mismas promesas del cambio y con los
infaltables ataques a la gestión del contrario, los evidentes hechos de
corrupción y la hipócrita transferencia de culpas al contrario. Ambos pueden echar
mano del apoyo de sus partidos y los recursos económicos y logísticos de que
pueden disponer, pero también ambos comparten el inconveniente de ser señalados
como producto de negociaciones, tráfico de influencias y manejo de recursos
cuyo origen y disposición carece de transparencia.
El repaso sereno de nuestra historia
política, sobre todo de Salinas en adelante, demuestra que PRI y el PAN son los causantes
de la debacle nacional y local en materia de seguridad pública, de una mala
política económica y una verdadera crisis de credibilidad basada en el pésimo
desempeño de sus gobiernos que se profundizó a partir de la década de los 90.
La corrupción, violación de la soberanía nacional y enriquecimiento privado a
la sombra del poder público son puntos de coincidencia en la trayectoria de dos
partidos que en lo nacional y lo local han hablado de cambios, de combate a la
corrupción y de progreso, sin cumplir ninguna de sus promesas y, en cambio, han
profundizado el saqueo de recursos, la inseguridad y la transgresión de la ley.
En buena lógica, ninguno de los dos
candidatos puede hablar honestamente de cambios cuando quienes los impulsan y
apoyan son precisamente los mismos que han ocasionado el daño. No pueden negar
la cruz de su parroquia. No se puede poner a un adicto al frente de una clínica
de rehabilitación sin que sea una farsa y una incongruencia monumental.
Los debates para ser ciertos dependen de
la madurez política de los espectadores y la capacidad y conocimiento de los
problemas y las posibles soluciones de los contendientes, animados por el firme
deseo de resolver problemas y encontrar soluciones que sean viables, realistas
y efectivas. La demagogia, los desplantes teatrales, la mentira y la
manipulación no tienen cabida. Sin embargo, el instituto electoral, los
partidos y una jauría de apoyadores facciosos siempre estarán dispuestos a
tomar escenarios y atraer a los medios de comunicación a costa de la credulidad
ciudadana y la dignificación de la política. De ahí que el formato y la
mecánica del debate obedezcan a fines simplemente publicitarios, a intereses
donde la simulación de la democracia es una prioridad porque oculta, disimula y
enmascara la verdadera intención manipuladora.
La actual clase política-empresarial no
aporta al desarrollo de una mayor conciencia cívica, una mejor actitud ante los
graves problemas que aquejan a la comunidad, un mayor compromiso con la
sociedad y su progreso y bienestar, sino al contrario. Se reproducen los mismos
vicios amplificados por el tamaño de la crisis que han causado los mismos que
ahora nos prometen el cambio. Es claro que no habrá “otro Sonora” si los
actores políticos son los mismo. El PRI y el PAN han demostrado lo que son: las
caras de una misma moneda cuya ideología y práctica política y gubernamental
rebasa los límites de lo legal y pasa a los cenagosos dominios del crimen
organizado.
Sonora y Hermosillo merecen un futuro
mejor, pero esto no será posible si los ciudadanos no están dispuestos a
abandonar las inercias electorales y siguen votando por los mismos. Es
demencial suponer que se solucionará un problema sin cambiar nuestra forma de
abordarlo y encontrar soluciones. Se debe tener disposición y valor para el
cambio. ¿La tenemos?
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