Hoy no se puede explicar México sin
sembradíos de estupefacientes, campesinos e indígenas rentistas y carne de
cañón de ambiciosos agricultores neolatifundistas; explotación infantil sexual
y laboral; ataques contra la familia, los estudiantes, los viejos, los
indigentes, los trabajadores y sus organizaciones, en medio de una andanada de
declaraciones demagogas o francamente imbéciles.
Nuestra alimentación intelectual y
emocional pasa por los anaqueles de la televisión de paga o abierta, y se surte
de detritus debidamente empaquetados para ser atractivos a las tele-audiencias,
en forma de programas vomitivos donde las miserias humanas pasan lista de
presentes en los reality shows, en
los espacios de noticias convertidos en espectáculo, donde la muerte posa
cargada de maquillaje para acentuar su dramatismo, donde los primeros planos
son acaparados por la sanguinolencia y brutalidad de la mutilación, del
estallamiento visceral, de la fractura expuesta, tanto como las deshilachadas
formas de los muertos.
Si una víctima no basta para alimentar
la necrofilia informativa, el sistema nos provee en un abrir y cerrar de ojos de
una docena, o medio centenar de imágenes que irán a surtir las redes sociales,
los medios impresos, los comentarios de cafetería, restaurante, cantina, la
sobremesa hogareña, los tiempos vacíos en el trabajo, la calle, el transporte
colectivo, nuestros pensamientos y sueños transformados en pesadillas de la
vida real que eliminan el descanso, la tranquilidad momentánea a que tenemos
derecho para seguir con nuestras vidas con cierta lucidez.
Lo cierto es que nos acostumbramos a la
zozobra, a las descargas de adrenalina que cada vez son menos suficientes en la
lógica de la vida que el sistema nos impone como normal. Terminamos siendo
adictos al escándalo, a la fascinación morbosamente pegajosa del discurso de la
violencia, aquí o en el extranjero. Lo que ocurre en medio oriente, en África,
en el recóndito sur, alimenta una especie de expectativa de ocurrencia más
próxima, menos lejana e indiscernible, más visible y sensible que nos impacta
pero que sustenta algún mecanismo que recalibra la sensibilidad y, por ende,
exige nuevas cuotas de estupefacción. En otras palabras, se crea tolerancia al
horror.
Los espacios de diversión en forma de
series televisivas, películas y videojuegos no sólo replican las condiciones de
la realidad subhumana que se viven en cualquier ciudad o país del mundo, sino
que crean y profundizan las más oscuras fosas de la conciencia torcida de los
criminales, la enfocan y magnifican sus viciosas compulsiones, sus hallazgos de
terror, de dolor y muerte. No es raro encontrar casos donde la realidad se ve
influida por el videojuego, en una réplica donde el genocidio es necesario y
divertido, donde el asesinato programado o espontáneo forma parte de las
emociones digitalizadas que el espectador busca y disfruta.
Y qué decir del sexo desaforado donde el
objeto del deseo puede sufrir las consecuencias del rechazo en formas difíciles
de imaginar en una mente normal. La violación, el secuestro con fines
pasionales, la mutilación, tortura y las más abyectas humillaciones en la
pantalla son juego, divagación lúdica, fantasía objetivada en imágenes que
sugieren rutas y posibilidades que llaman a la experimentación en tiempo real.
En este escenario, la moral y sus principios son palabras que pierden
significado, una vez minimizado y relativizado su valor. Asimismo, las series
de televisión nos persuaden de que lo que llamamos normalidad es discutible,
que la familia puede e incluso debe ser de otra manera, más plural y divertida,
menos apegada a tradiciones y objetivos que supone deberes y obligaciones
formativos y permanentes.
Nuestra idea de lo social pasa por las
modas, por la subcultura de importación que confronta nuestra matriz
identitaria y lucha por diluirla y condenarla al basurero de la obsolescencia
impuesta por el nuevo modelo de relaciones de la globalización. En este
sentido, la identidad cultural es atacada por los medios masivos de manipulación
privados y públicos, en un afán de homogeneizar lo que es de suyo diferente. En
otras palabras, la imposición de un modelo económico se acompaña de la
implantación de un modelo cultural que lo sustente. Ya no somos personas sino
objetos intercambiables y desechables en el tablero de operaciones del sistema
económico vigente. En este sentido, atacar la seguridad de las personas,
generar la sensación de invalidez, de minusvalía, sirve para introducir la idea
de que la resistencia es inútil, que la fatalidad tiene un rostro y que es el
del modelo económico impuesto desde fuera.
Los asesinatos, desapariciones, los
secuestros, la violencia generalizada tienden a introducir en la mente del
ciudadano la idea de la vulnerabilidad, de la indefensión, de la inutilidad de
oponerse al enemigo sin rostro que amenaza desde cualquier parte. La ciudadanía
aterrorizada busca refugio en las soluciones radicales, de suerte que puede
llegar a apoyar medidas que alteren el orden constitucional, que propicien la
represión ciudadana por parte del Estado, que las garantías individuales queden
en el limbo. Lo más peligroso es que se orille a un pueblo a renunciar a su
soberanía y que otro, ajeno y poderoso, se encargue de organizar, administrar,
y operar su sistema de justicia.
México, mediante la firma del llamado
TLCAN-Plus, firmado por Vicente Fox y George Bush, incorporó el tema de la
seguridad nacional y la puso en manos de Washington. Al poco tiempo se firma la
Iniciativa Mérida que colombianiza al país y surge la llamada guerra contra el
crimen organizado, bajo el gobierno de Felipe Calderón, donde se combate al
narcotráfico empleando a las fuerzas armadas, las cuales sirven de peones y
choferes de los militares y agentes del país vecino del Norte. Como todos
saben, el resultado ha sido la pérdida de miles y miles de vidas humanas, ha
desestabilizado al país, violentado la convivencia social, aterrorizado a
regiones enteras, cancelado fuentes de trabajo en el campo, expulsado a la
población, entre otros problemas de lacerante actualidad.
La inseguridad pública se ha elevado a
niveles alarmantes, construyendo la escenografía perfecta de la
ingobernabilidad y el pretexto apropiado como para que EE.UU. se manifieste
preocupado por su vecino del sur y algunos legisladores propongan la
intervención directa armada para “poner orden” en su traspatio, por razones de “seguridad
nacional”.
El estallido de una granada en una
celebración pública, la proliferación de retenes federales, de operaciones
sorpresivas y violentas en barrios citadinos, las balaceras nocturnas en zonas
residenciales, los asesinatos en lugares públicos, la represión sangrienta a
grupos ciudadanos o estudiantiles, el secuestro por parte de agentes de la ley,
la fabricación de culpables, la criminalización de las manifestaciones y
protestas ciudadanas, el hostigamiento y muerte violenta de reporteros y
comunicadores, forman parte de las herramientas de disuasión política que sufre
el ciudadano. A ello hay que agregar los interrogatorios policiales, sin objeto
ni propósito legítimo, el hostigamiento a las víctimas que denuncian los
atropellos, el descrédito y fabricación de culpas a los luchadores sociales, a
los jóvenes, estudiantes, trabajadores, o simples testigos de la violencia en
las calles, escuelas, barrios, hogares y conciencias.
Lo anterior se complementa con la
profundización de reformas que en cualquier caso favorecen al capital sobre el
trabajo; a la inversión extranjera sobre la nacional; al Mercado sobre el
Estado. En la vida cotidiana se ve que los contratos colectivos de trabajo se
afectan, minimizan y violan sistemáticamente, sin que la autoridad laboral haga
otra cosa que proteger al patrón; asimismo, los sueldos y salarios disminuyen
en términos reales año tras año, a la vez que los precios de los bienes de
consumo familiar incrementan sus precios, igual de los combustibles y otros
servicios públicos como la electricidad y el transporte. Las facilidades para
que una empresa despida trabajadores aumentan así como las contrataciones por
períodos cortos y sin seguridad social. La nueva legislación laboral propicia
el despido y la rotación de personal, la supresión de prestaciones sociales y la
inseguridad en el empleo, que ahora es precario, eventual y volátil. A la
violencia económica se agrega la social y la política, la laboral y la
familiar, ya que el trabajador carece de estabilidad y recursos para una vida
familiar decorosa, de suerte que sea imperativo que la pareja o los hijos
desarrollen actividades que complementen el ingreso. El impacto emocional de la
inseguridad genera cuadros de angustia que afectan la convivencia doméstica y
la vida de sus integrantes.
La severa precarización de la vida
familiar y personal permite que los partidos políticos emprendan campañas de
compra de votos mediante la promesa de bonos, vales, favores y apoyos, además
de esquemas de corrupción que se promueven mediante el otorgamiento de tarjetas
comerciales a cambio de afiliaciones y votos. La política es una más de las
actividades comerciales que relativizan los valores de la democracia hasta
convertirlos en una simple operación de compra-venta.
El conjunto de estos elementos: inseguridad
laboral, empobrecimiento personal y sectorial, violencia pública y privada,
desmantelamiento de las actividades productivas nacionales, fomento de la
inversión extranjera y cesión del dominio nacional sobre los recursos
naturales, reformas legales lesivas a la soberanía nacional y a la identidad y
derechos ciudadanos, configuran el perfil de un Estado cuya independencia ha
dejado de ser plena. Si estos son los problemas, la solución, difícil pero
posible y necesaria, es recuperar la memoria histórica colectiva, replantear el
gobierno y las leyes y fortalecer la participación ciudadana independiente,
libre y consciente, dirigida a un nuevo proyecto nacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario