Los días y las semanas pasan con la
lentitud que se siente cuando las cosas duelen, cuando el tiempo no logra
restañar el dolor por las víctimas ni quitar el olor a la muerte que ronda y se
oculta en los entresijos de la ley, del sistema de procuración de justicia, de
la dinámica del expediente abierto para investigar los hechos y los dichos
pasados por manos y bocas que se acumulan en sus balbuceos que rumian verdades
a medias, hipótesis emanadas de la cafeína burocrática aposentada en los
escritorios y los archiveros, en las computadoras, en los discos duros de la
administración del miedo.
¿Dónde están los 43 desaparecidos? ¿Cómo
explicar el asesinato y calcinamiento de tantos seres vivos con esa eficiencia y
velocidad? ¿En qué página del manual de la CIA está la receta que indica cómo y
cuándo se puede reducir la esplendidez de la vida joven a cenizas embolsadas y
arrojadas en un tiradero? ¿Nadie vio, olió o presintió la presencia de la
muerte uniformada haciendo su trabajo de sombras?
México actualmente se mueve, se
despereza de una larga modorra arropada en la desesperanza y el miedo, en el
hedor de la vergüenza maquillada en Televisa y TV Azteca, embarrada en las
páginas del periodismo a modo, y en las gesticulantes maneras de proxeneta
viejo de muchos legisladores, de los ministros de la Suprema Corte, operarios
del drenaje de la justicia de burdel que, gracias al pueblo indignado por
tantos y tan atroces agravios, muestra sus cuarteaduras ante los observadores
nacionales y ante el mundo. La dignidad de la toga queda en disfraz de
carnaval.
Después de Ayotzinapa no podemos ser los
mismos. El cinismo parece haber llegado a su fecha de caducidad como sistema de
relación entre pueblo y gobierno. Nada puede seguir igual. La verdad se escurre
entre las grietas de la desinformación y la intimidación, entre el intento de
soborno y la promesa de impunidad, entre la noticia-espectáculo y la complicidad
que se coordina en los tres órdenes de gobierno. Al país se le señala como narcoestado, al
gobierno se le acusa de ser el culpable de la tragedia nuestra de cada día.
Las decenas de miles de muertes del
panista Calderón y el priista Peña parecen avalar la idea de que los gobiernos
neoliberales tienen una entraña genocida, que desprecia la vida porque así es
su naturaleza, porque no puede actuar de otra manera, porque el germen de la
patología criminal ha incubado en sus estructuras y se ha dispersado por todo
el aparato del poder. El gobierno muere por la metástasis del cáncer de
corrupción apátrida que el mundo anglosajón ha celebrado como “apertura”
económica y modernidad política. Después de Ayotzinapa no es posible ver el
capitalismo como antes.
La vieja estructura partidista que
encarna el sistema político nacional ha agotado su ración de botox, implantes
cutáneos, maquillaje teatral que, a estas alturas, no ofrece diferencia alguna
con el propio del embalsamador. El sistema emana olor a muerte y todavía se
mueve como lo hace un cuerpo agusanado, por la acción de la pudrición, los
gases y el pulular de los gusanos. ¡Y pensar que esos esperpentos son los que
encabezan el gobierno, la administración pública, la justicia, la educación y
la cultura!
De repente la idea de que somos un
pueblo necrófilo adquiere fuerza y poder de atracción. ¿Por qué hemos permitido
que nuestro país se halle reducido a fosa común? ¿Por qué nos hemos conformado
con un refresco, una torta y una tarjeta a cambio del voto? ¿Por qué suponemos
que un enorme y criminal derrame de tóxicos se resuelve con un fideicomiso? ¿Dónde
quedaron los principios de la política, la economía y la cultura nacionales?
¿En qué punto nos convertimos en un estado dependiente de Estados Unidos cuyas
funciones son las de un campo experimental en lo social, económico y político,
además de una evidente colonia de explotación de los recursos naturales y
corredor de negocios ilegales? ¿Por qué pretendemos reciclar la materia
ideológica de un sistema en descomposición? Después de Ayotzinapa no podemos
ser los mismos.
Hemos visto cómo el dinero pretende
acallar tanto las voces de los pobladores del río de Sonora, como de los
familiares de los chicos de Ayotzinapa, y cómo untó las manos de los diputados
y senadores que votaron a favor de las reformas de Peña Nieto. Cómo el dinero
se convirtió en el objetivo esencial de los políticos y gobernantes. ¿En qué
mundo puede admitirse como legítimo el despojo de terrenos de propiedad pública
o privada por parte de la oligarquía económica y política en turno? Ya no
podemos seguir siendo los mismos.
¿Cómo permanecer indiferentes ante los
abusos del poder y su cada vez más inexplicable incapacidad para mantener el
orden y la seguridad públicos? ¿Cómo aceptar como normal que la autoridad
municipal de Hermosillo recomiende a la población que se organice para su
propia defensa, ante la falta de elementos uniformados? ¿Cómo confiar en una
policía que es capaz de asesinar por error a un joven de la localidad? ¿Quién
puede explicar la existencia de presos
políticos por capricho de la autoridad en turno? Después de Ayotzinapa, la
provocación y la represión son un binomio claro y transparente en manos del
gobierno, aquí y en el profundo sur de nuestro país.
En la red hay un llamado a vestir de
negro el día 20 de noviembre. El luto reflejaría la pena por la pérdida de la
inocencia, la renuncia a la cómoda y anodina inercia del ciudadano que no cree
en el sistema pero que lo tolera porque no ve otra forma de vida. El negro
revela que ya no habrá ni perdón ni olvido. Después de Ayotzinapa el sistema
nos ha puesto frente a frente con la muerte, dibujada por la prensa nacional e
internacional; pero también con el gobierno que dice y se desdice, cae en
contradicciones, miente, manipula y distrae al espectador con cada vez menos
efectos. La credibilidad perdida no se recupera ni con sobornos, ni con
amenazas. Sabemos que no podemos seguir siendo los mismos.
El 20 de noviembre puede ser el inicio
de una protesta que se una a las demás protestas, que no se canse ni ablande,
que persevere hasta lograr la paz y la justicia que todos deseamos. A pesar de
la indolencia, la apatía, el oportunismo y la enajenación mediática, México y
Sonora ya no pueden ser los mismos. Si Ayotzinapa es la chispa, el país debe
ser la hoguera.
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