La vida en la ciudad ofrece infinitas
posibilidades de topar de frente con la estupidez, el reumatismo mental, la
artritis neuronal y el vértigo profundo de las ideas pestilentes y corrosivas
que pasan por lugares comunes en esta tierra de nadie.
A cada paso, al doblar la esquina, en
medio de la calle, a pocos metros de su casa, en su café favorito, en los
centros comerciales, en los eventos sociales, acecha la pendejada envuelta en
carne, dotada de cabeza, tronco y extremidades, credencial para votar con
fotografía y alguna referencia escolar, comercial o política. Somos seres
asediados por la irracionalidad rampante, los vicios culturales y una buena
dosis de indolencia vacuna. Pondré a consideración del culto y resistente
lector algunos ejemplos ilustrativos de los aspectos arriba señalados.
Un buen día se me ocurrió desayunar en
algún cafetín del centro. ¿Para qué sufrir la glamorosa experiencia de ir a la
zona hotelera y disfrutar de los servicios casi siempre profesionales de sus cómodos
restaurantes? ¿Qué caso tiene verse carcomido por la certeza de que las cosas
estarán en su punto y que el mesero atenderá con amabilidad, prontitud y
precisión milimétrica los deseos del cliente?
Descubrí un café de apariencia modesta
aunque higiénica, con tres meseras y sólo dos mesas ocupadas, por lo que ingresé
con la idea de que sería atendido en un tiempo razonable, es decir, de
inmediato. Tomé uno de los menús de una mesa de la entrada y me senté al tiempo
que saludé a la empleada que se acercaba. “¿Me da un té?”, pedí con cortesía de
recién llegado. La mesera duda, se retira a consultar y, tras breve conferencia
en la cocina, regresa para notificarme que no cuentan con la bebida (a pesar de
que está en el menú). “¿Tiene café descafeinado?” La chica me mira con vaguedad,
y dice sin emoción: “no hay”. Se retira rumbo a la cocina nuevamente y me quedo
con el menú en la mano, como un arma descargada en medio de la batalla. No
preguntó ni por broma si deseo otra cosa, si voy a desayunar, si mi propósito
es esperar el día del juicio final sentado en una mesa del local. La prudencia
y un vistazo a la realidad sugieren una rápida e irrevocable retirada, sin
chistar, sin voltear atrás, sin plazo para regresar en lo que queda del siglo.
Por fortuna, cruzando la calle hay otro comedero.
La céntrica calle Matamoros ofrece una
pequeña colección de locales de mala, regular y a veces buena gastronomía. Hay
un hotel que cuenta con servicio de restaurante donde, a veces, su oferta
coincide con la demanda. El local está vacío. Pregunto: “¿Tiene té?”. La chica
que atiende, retorciéndose como si en efecto hubiera interés en la satisfacción
del cliente, responde: “fíjese que no tenemos”. Consulto el menú y hago mi
pedido. Pasan los minutos, lentos, burocráticos y, finalmente, aparece la
vianda. La mesera ofrece una disculpa porque la cocinera confundió la orden y
el platillo salió con otros elementos. Al final termino con un café normal, debidamente
surtido de cafeína, y un desayuno que apenas me permite ignorar la tele, que
vocifera las últimas del ébola y el miedo que debemos sentir ante la
posibilidad de contraer la terrible enfermedad que está dispersándose con lucrativa
velocidad.
Por si la dosis de horror no fuera
suficiente, tenemos la desaparición de 43 estudiantes normalistas de
Ayotzinapa, Guerrero, que hiela la sangre, hace talco el entusiasmo, pero
también provoca el asco, la indignación ciudadana, la exigencia de justicia. Sin
duda, el neoliberalismo no sólo es capaz de provocar ataques de risa loca con
sus supuestos económicos, sino también ganas de dinamitar al FMI y al Banco
Mundial, y poner una lavativa de chiltepines a cada merolico que insista en
convencernos de las bondades de las privatizaciones y la pérdida de soberanía
que está sufriendo México. ¿Qué de bueno puede tener el abrir una economía
hasta en los sectores que son estratégicos para su desarrollo independiente?
¿Le estamos jugando a ser un súper-tianguis con precios de regalo por aquello
de atraer inversiones, ser modernos y no “decepcionar” a los perversos y ridículos piratas y
depredadores gringos? Bullshit!
Como una especie de maldición gitana, mientras
yo sufro los embates de los decibeles, la cajera (que también atiende las
mesas) dedica sus horas a contemplar la pantalla de su teléfono celular, enviar
alguna breve frase y perderse en las maravillas de la comunicación por
microondas. Su concentración no le permite registrar el hecho de que ha subido
en automático el sonido de la tele, por estar condicionada su conducta a la
relación cliente-volumen de sonido:
“Si hay algún cliente, de inmediato debo subir el volumen de la tele, se
necesite o no se necesite, se solicite o no se solicite”. Los intentos por
concentrarme en la lectura del periódico y masticar alguna materia comestible
no logran más que pequeñas y esporádicas victorias. Casi al borde del colapso
mental solicito la cuenta. No hay duda de que la calle puede ser más amistosa. Me
invade el ruido del tránsito, lo cual resulta ser reconfortante.
En la sucursal bancaria solamente
había un par de clientes ya instalados frente a las dos ventanillas en
servicio. Pensé que el tiempo de espera sería muy corto. Error. En la
ventanilla que se suponía a punto de desocuparse, el cliente se tomó su tiempo
en contar los billetes, revisar los papeles que traía, buscar en su bolsillo
algún documento, decidir en qué bolsa iba a guardar el dinero, manipular su
nariz en busca de algún acomodo pertinente, mientras que la cajera se
entretenía con algún intercambio anecdótico divertido con su compañera de al
lado. Finalmente, el cateto se hizo a un lado y la chica atinó a rumiar la
frase: “bienvenido, pase”.
Contaba con algo de tiempo y el ánimo
lo suficientemente permeable como para ignorar el cercano expendio de lotería.
Para el mexicano común, comprar cachitos es, sin duda, parte del deporte
nacional de la caza de la fortuna, donde el esfuerzo debe ser consistente,
serio, continuado y paciente. En pocos minutos me puse frente a la ventanilla:
“No hay lotería porque el dueño no ha surtido. Es que ha estado enfermo”, me
informa la empleada. Como de todos modos hay que pagar el tradicional “impuesto
al pendejo”, me llevé un Melate. En un país donde la desidia ostenta categoría
de ley, la vida puede ser tan ridículamente predecible que hasta la conducta se
vuelve una paradoja socialmente codificada. Uno propone, la vida presenta los
hechos como quiere y la suerte dispone, al final, las extrañas rutas por donde
ha de discurrir el día.
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