Comentaba hace poco el amigo Ernesto Gutiérrez Ayala en su columna “En pocas palabras”, sobre los excesos en que caen los medios de comunicación al lanzar programas y comentarios que, a la luz del deber de informar o el propósito de divertir, resultan innecesarios y en cambio bastante agresivos para la mente de los más jóvenes. La televisión con total desparpajo promueve valores que no necesariamente son compartidos por la gran mayoría de los televidentes; la vulgaridad sustituye la inteligencia del comentario y las actitudes suponen la proyección de un ambiente prostibulario en el que, desde la comodidad del hogar, se pretende sumergir a los espectadores. Tanto en la radio como en la televisión, el lenguaje soez, la ramplonería y el lugar común manejados en forma chabacana permiten suponer que el cerebro del emisor se encuentra en avanzado estado de descomposición, y que sus emanaciones se traducen en intentos procaces de comunicación que no atina más que a caer en garras de la coprolalia, la anemia conceptual y el plano valorativo de alcantarilla.
Las imágenes dan cuenta de lo que pudiera ser un desliz por las aguas de la pornografía, como si fuera un anzuelo para atrapar incautos libidinosos acostumbrados a la virtualidad por obvia omisión de la realidad. La enfermiza propensión a la permisibilidad televisiva supone, como dice Ernesto, la evasión o la ausencia de autoridades que vigilen la moral pública, pero también una sociedad que ha avanzado hacia la pérdida de los escrúpulos morales, que una vez rota la solidaridad familiar en el cuidado de los hijos, se declara ayuna de compromisos con el futuro de los más jóvenes.

Desde luego que las críticas se presentan más duras si se trata de reacciones por parte de grupos católicos o evangélicos, porque toda oposición o contradicción al modelo familiar que se promueve es atacada, perseguida y probablemente castigada con saña neo-inquisitorial. Las brujas actuales son las que tienen pacto con el Dios judeocristiano, y deben ser quemadas en la hoguera del hedonismo y las apariencias de modernidad, a nombre de la tolerancia y la diversidad. La moral, como se ve, depende de los estudios de mercado y las políticas de promoción de los productos. En este caso, nuestra televisión trata de posicionarse en las preferencias proyectadas por las empresas encuestadoras, bajo el supuesto de que la mente del consumidor se debe modelar gracias a la publicidad y la mercadotecnia.


En todo caso, cambie de canal o apague la tele o el radio, tome un libro y dedíquese a imaginar, a reconstruir la trama, a ponerle colores a los paisajes, profundidad a los diálogos, y sea el arquitecto de su propio entorno familiar. Conviértase en maestro, enseñe a sus hijos a mandar a la porra lo que sea estúpido, ilógico y ridículo. Revise con ellos el material de la escuela, enséñeles a interpretar los textos, señale el trasfondo de las omisiones, las exageraciones, los errores no tan involuntarios, la trama babeante de la enajenación formalizada por el gobierno en turno. Sea independiente y aprenda a disfrutarlo y, sobre todo, comprométase con su propio futuro.
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