“¡Viejos los cerros, y todavía reverdecen!” (Expresión popular).
La vejez es una etapa del desarrollo humano cuya culminación natural se sitúa a tres metros bajo tierra o, si se prefiere, en el horno crematorio de alguna agencia funeraria que lo procesa a usted y convierte en su versión minimalista pulverizada, fácil de transportar y de guardar.
El caso es que, siendo tan común y general el fenómeno mortuorio, resulta un tema evitable, atemorizante y francamente feo. Sin embargo, es un negocio donde le ofrecen a usted una amplia gama de posibilidades, que van de modestas y prácticas a elegantes y engorrosas, siempre aderezadas con “café las 24 horas”.
Morir es algo personal, sin embargo, se convierte en un evento social que convoca a los más cercanos, a parientes, amigos, vecinos y simples mirones, que van tomar café mientras se enteran de los detalles de la vida, pasión y muerte de quien hoy se encuentra bajo el escrutinio público en alguna capilla privada, con libro de visitantes y olor a arreglos florales.
Pero si la muerte es un pase a la eternidad y posiblemente a las cuentas por pagar por los deudos, ahora convertidos en deudores, que merece esquelas en los medios, novenarios y rostros cariacontecidos, ¿qué hay de los años previos? ¿Qué pasa con la vejez y sus circunstancias?
Un conocido medio informativo local reporta (con datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, primer trimestre de 2023) que tenemos un total de 430 mil 366 ciudadanos mayores de 60 años en Sonora, de los cuales el 43 por ciento vive en condiciones vulnerables (jodidos, pues) por su nivel de ingresos.
Para colmo, de los aún laboralmente activos, el 37 por ciento sólo recibe un salario mínimo que en estos tiempos sirve para maldita la cosa, situación que se agrava con el hecho de que de ellos más del 72 por ciento no cuentan con seguridad social (El Imparcial, 28-08-2023).
Para los que tienen en qué caerse muertos la situación no está necesariamente libre de escoyos, baches y contingencias, si revisamos las innúmeras denuncias de los afiliados a la seguridad social, pongamos por caso, del ISSSTESON.
La falta en el abasto de medicamentos sigue siendo una queja recurrente, a pesar de los esfuerzos institucionales, a lo que se suman los problemas de respuesta en el caso de consultas, servicios de laboratorio, radiología y cirugías, además del retraso crónico en los dictámenes de pensión y jubilación.
Los viejos, que ridículamente se les llama “de juventud acumulada”, o en términos suavizados “adultos mayores” o de “tercera edad”, son el blanco del ninguneo social, en los centros de trabajo, en el seno familiar, en el ambiente social, a pesar del discurso azucarado de ocasión que obliga a la gratitud y el reconocimiento de los viejos, en calidad de fundadores, de formadores, de pioneros, de memoria viviente del acontecer organizacional, aunque tras la ceremonia y los discursos, procede la patada en el trasero del homenajeado… ¡por viejo!
Incluso, en ciertos sindicatos “democráticos”, “progresistas” e “incluyentes”, el reconocimiento formal se traduce en la exclusión real, en el mensaje de desprecio a trayectorias y aportaciones, en la idea de que el jubilado es solamente un recurso retórico, sin peso ni valor en el día a día de la organización.
Así, pues, se les regatean o condicionan logros sindicales plasmados en el contrato colectivo, se les excluye, por ejemplo, de apoyos de tipo mutualista porque “fueron pensados para trabajadores en activo”, así que cuando alguien se jubila lo excluyen de cualquier beneficio posible, a pesar de que ciertas cosas se entienden al servicio de los miembros del sindicato, sin exclusiones estatutarias ni reglamentarias.
El dar, restringir o negar son expresiones del poder sindical, del control que se ejerce sobre la base y la oportunidad de crear clientelas que eventualmente deberán votar a favor los candidatos de la corriente dominante, lo que de por sí excluye a opositores o propuestas alternativas en los órganos de dirección de la organización.
Curiosamente, las dirigencias no creen estar en vías de envejecer y siguen acotando, restringiendo e incluso negando derechos a los jubilados y pensionados, como si la vejez y el eventual retiro fueran algo ajeno y distante a ellos mismos.
La idea de eterna juventud de ciertos liderazgos demuestra qué tan frágiles son los propósitos discursivos de democracia e inclusión, por lo que resulta cada vez más complicada una respuesta sincera a la pregunta ¿qué tan viejo te ves?
Lo anterior viene a ser un reflejo claro de una sociedad excluyente, anclada culturalmente en el menosprecio y el abuso. Nadie se reconoce viejo, o en vías de serlo, y por eso los trabajadores retirados pueden ser vistos con molestia, como un mal augurio, estorbo o piedra en el zapato de la autoestima organizacional.
Los viejos son el espejo acusador cuya imagen debemos cubrir con el velo de la distancia, el ninguneo y, dado el caso, la intolerancia y la exclusión.
Esta “viejofobia” está presente en los que buscan imponer gravámenes a las pensiones convirtiendo viciosamente salarios mínimos en UMA mientras que bailan sobre el derecho a la seguridad social de los ciudadanos.
¿Y usted, qué tan viejo se ve?
No hay comentarios:
Publicar un comentario