“La educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor” (Paulo Freire).
Aún está fresca la tinta empleada y la saliva esparcida en elogio al magisterio, a las esforzadas huestes del saber y la cultura que, desde las aulas, el laboratorio, el seminario o coloquio forman las generaciones del futuro nacional.
Aún queda el eco de los encendidos discursos, de las bienaventuranzas del aumento salarial conmemorativo, de cuánto le debemos al docente (sobre todo el del nivel básico), a quien conserva la memoria de lo que fuimos, del conocimiento acumulado por la humanidad, del celoso vigilante de las formas, del que rescribe sin faltas de ortografía los dichos y los hechos de la epopeya nacional.
Tras la gratitud conmemorativa se desvanecen los globos y las serpentinas, las comidas y los brindis onomásticos, los recuentos del antes y el después en materia de salario y seguridad social, los avances que hablan de justica social y reconocimiento tabular a quienes viven y mueren el 15 de mayo, gloria efímera al servicio de la ocasión.
Con el ascenso de la ola del día, los sindicatos repintan blasones y se cuentan a sí mismos los logros, las conquistas y las luchas denodadas de las siempre atentas y oportunas dirigencias, de la egregia integridad del líder, de su esfuerzo incansable por permanecer a la vanguardia en beneficio de los trabajadores, con independencia de la voluntad de éstos.
El magisterio real, vivo y actuante sabe de que existen diferencias sustanciales que no se han podido o querido remontar en la distribución y acceso a las plazas, en el ascenso escalafonario, en la llamada carrera magisterial donde la hegemonía del documento pasa sin ver las trayectorias vitales, el trabajo en el aula, los esfuerzos vertebradores de identidades y acentos culturales regionales.
Si en el nivel básico se acrisola el futuro de muchos, en el superior se construye el de pocos, en una marea selectiva donde no es de extrañar la preeminencia del apellido, la colocación de la familia en la cadena alimenticia, sus intereses y conexiones, incubados en la institución de egreso y determinadas empresas.
Ante el achaparramiento de la licenciatura, viene el auge comercial del postgrado, de la calidad prestigiosa del Alma Mater, para algunos preferentemente privada y dadora de lustre de importación al apellido y especialidad del egresado.
Por otra parte, la universidad pública se debate entre la amenaza de la masificación y la selectividad interna donde se tejen las redes del futuro y el éxito de no pocas carreras docentes y de investigación. Como en muchas partes, se crean y prosperan familias a la sombra del presupuesto educativo.
Pero, más allá de posibles casos de influyentismo o nepotismo, parte del inventario de las mil y una formas de corrupción existentes, no estaría mal hablar de los maestros, de aquéllas personas cuya cercanía e influencia marcó con fuego el futuro de otros.
A reserva de considerar otros recuerdos y contextos, la fecha conmemorativa del 15 de mayo me hace ir a la primaria, donde de primero a cuarto brilla con luz propia Tita Luna, notable en el difícil arte de enseñar las primeras letras.
Don Luis Durazo Moreno, maestro de quinto y sexto en el Colegio Central de Comercio frente al Parque Madero. El profesor Luis Durazo Moreno fue más allá de lo estrictamente obligatorio al también enseñar locuciones griegas y latinas, ajedrez, redacción y, sobre todo, un sano ejercicio de convivencia imaginativa y colaborativa entre sus alumnos.
En la Secundaria de la UNISON fue relevante el papel de la maestra Guadalupe Gómez de González, al lado de Aureliano Corral, Carlos Gámez, Armando Quijada y Amadeo Hernández Coronado, entre otros muy estimados docentes. La maestra Guadalupe, seria y disciplinada, nos abrió las puertas de la Historia y la cultura universal a golpes de gis y constancia.
En la preparatoria, va mi gratitud y reconocimiento al Ingeniero Alejandro Dueñas Durán y al Dr. Mario Padilla Chacón, dos gigantes de sapiencia y humanidad sin regateos.
En la carrera, imposible no rendir un emocionado homenaje a Francisco Xavier Navarrete Santana, sociólogo cuantitativo y excepcional analista, formador de generaciones de practicantes de la Ciencia Económica; en el mismo sentido al maestro Humberto Carlos Mur Gutiérrez, boliviano exiliado político y académico de la UNAM, así como al politécnico Ramón Figueroa Rendón.
En los estudios de Especialización, merece mención particular la maestra María Teresa González Saavedra, abogada y dueña de un criterio social y jurídico admirables.
En la Maestría se agradece el conocimiento y la entrega de Guillermo Aullet Briviesca, investigador politécnico sobre Historia de la Ciencia en México y notable expositor en temas de Historia y Filosofía de la Ciencia.
En el doctorado, imposible dejar de reconocer la capacidad didáctica y el conocimiento experto de Arturo Guzmán Arredondo, cuyo manejo notable de los enfoques cualitativos en investigación me sigue marcando rumbos y descubriendo escenarios; y qué decir de Armando Flórez Arco, matemático cubano de grandes prendas intelectuales.
Este 15 de mayo, más allá de la figura abstracta e idealizada del maestro, sirvió para recordar a quienes, desde su trinchera, las más de las veces modesta, poco reconocida y a veces ninguneada, hacen el trabajo heroico de moldear la mente y fortalecer el espíritu de los futuros profesionistas mexicanos, con amor al conocimiento, con lealtad a la patria, con visión de futuro y respeto profundo e informado sobre nuestro pasado e identidad.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo en los docentes de la licenciatura, yo veo en esa lista a Cesar Rubio que se esforzó por hacer algo positivo por la licenciatura en Economía y Carlos Ferra que para algunos despertó el interés por la teoría marxista y en general se preocupó por la enseñanza de la Economía
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