“Mi ideal político es el democrático. Cada uno
debe ser respetado como persona y nadie debe ser divinizado” (Albert Einstein).
Como todo mundo sabe, o debiera saberlo,
tenemos nuevo presidente en México. Un nuevo titular del Poder Ejecutivo
nacional que, según ha dicho, reconoce y defiende que el pueblo es el soberano
y que el presidente debe obedecer el mandato del pueblo, en quien recae la
soberanía nacional. Como usted verá, algo tan obvio, tan claro y tan recitado
en todos los ámbitos de la vida política ha sido palabra, pero no realidad,
premisa pública pero no práctica ni compromiso de quienes han ocupado siquiera
el más chaparro de los puestos en la administración pública. Sucede que quienes
son funcionarios públicos de repente se sienten investidos de una virtud especial
o, si se quiere, de un paquete VIP que los faculta a hacer lo que les venga en
gana, cubriendo, desde luego, la cuota que demanda el de arriba pero que pueden
recuperar (y más) mediante las aportaciones del de abajo.
La cadena alimenticia de la alta,
mediana y baja burocracia federal, estatal y municipal es obediente a las
reglas del juego de la sobrevivencia que algunos llaman política mientras que
otros juzgan como la versión legal de las mafias sicilianas o las engendradas
en la lógica del mercado a lo gringo, donde hay que engordar al capo de turno
para seguir disfrutando sin hacer o merecer casi nada el producto económico y
de relaciones y acuerdos recibido, administrado y ampliado en cada cambio de forma
sin alterar el fondo.
Nos hemos convertidos en maestros de la
simulación, del disfraz mediático, de la palabra dicha con facilidad, pero sin
veracidad, de la salida cantinflesca y la pose fotogénica que le llena el ojo y
hace el día de la prensa chayotera que ayuda a construir imagen, prestigio y
destino de muchos bajo los reflectores y escrutinio de la opinión pública
educada en culebrones tipo la Rosa de Guadalupe. Somos acríticos en el fondo y
críticos en la forma, de suerte que nos regodeamos ante las sospechas del fraude,
pero pasamos de largo ante la certidumbre de este, en una contradicción que se
resuelve en la cresta de la siguiente contradicción, en la vorágine del chisme
caliente que alimenta la intelectualidad facilona del comentócrata y el ocioso
social que busca la siguiente bandera que enarbolar con pujos de liderazgo y
empaque de luchador social. La acción ciudadana es cosa de unos cuantos
mientras que el resultado es cosa de todos.
En este panorama desolador, creemos que López
Obrador va por el rescate de las categorizaciones sociales y políticas que dieron
rumbo al país en su construcción como sociedad organizada y respetuosa del
derecho con los liberales encabezados por Benito Juárez, por los demócratas
ejemplificados por Francisco I. Madero, por los constructores del Estado
Mexicano y la institución presidencial representados por el General Lázaro
Cárdenas del Río, hacedor de Patria poniendo delante al pueblo y basando su
poder en el pueblo, y lo ha dicho con claridad: no puede haber un pueblo pobre
con un gobierno rico. Así pues, en su gobierno habrá una idea fuerza en la
administración pública: “primero los pobres”.
Este golpe de timón, este giro en la
cosa pública, en sus prácticas arraigadas y convertidas en norma de conducta imitada,
reproducida y exigida en el ejercicio el poder desde luego que mete ruido,
genera desconfianza porque “todos los políticos son iguales”, porque nos hemos habituado
a que nos jodan, a recibir la torta o la amenaza, a que al final nos la “metan
doblada” como diría el genial Paco Ignacio Taibo II; a que nos den el golpe y
luego el sobón que aplana las abolladuras de nuestra dignidad ciudadana y autoestima
personal para dejarla lista y dispuesta para el siguiente agravio. Pero AMLO nos
da su palabra, empeña su prestigio personal de luchador social honesto, de político
que sobrevivió un desafuero orquestado por el prianismo, de haber recorrido
muchas veces el país en busca de la conciencia ciudadana que hiciera posible el
cambio y que, tras sembrar esperanzas a golpe de voluntad pudo cosechar el voto
mayoritario el 1 de julio pasado.
Algunos se preguntan ¿qué ganamos con
AMLO? Es claro que lo que se ha ganado es la posibilidad de convertir un pueblo
de clientes o de usuarios de servicios en un pueblo de ciudadanos capaces de
tomar sus propias decisiones, un conjunto humano organizado en busca de la justicia,
la equidad, la inclusión y el respeto hacia personas e instituciones. Como se
ve, no es el mago que se va a sacar un país nuevo de la chistera, sino un
catalizador de cambios y transformaciones que saldrán del pueblo empoderado, consciente
de su propia capacidad de ser y de lograr. El presidente López Obrador no es
infalible, se puede equivocar, pero para eso nos tiene a todos los ciudadanos
que podemos y debemos ejercer nuestra crítica tanto como el apoyo requerido
para la obra transformadora que demanda México.
Llegó la hora del cambio, pero ¿no es
eso justamente lo que queríamos? Seamos congruentes.
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