“Un buen gobierno es como una buena digestión;
mientras funciona, casi no la percibimos” (Erskine Caldwell).
En estas fechas es interesante recorrer
el centro de la ciudad capital, con sus calles abarrotadas de compradores
potenciales y sus abarrotes languideciendo frente a las cadenas comerciales. La
carpeta asfáltica, con su aspecto cacarizo, nos remite a viejas deposiciones de
borracho, detritus de perro y restos de lo que pudo haber sido una voraz ingesta
de hot-dogs, regada con algún refresco de cola y salpimentada con el polvo y el
humo de los miles de vehículos que pasan aportando su carga de bióxido de
carbono a los pulmones hermosillenses y, desde luego, al ambiente.
En torno a los carros expendedores de “dogos”
se congregan familias enteras que practican el arte de la masticación con
expertos movimientos mandibulares, dejando la mostaza, la mayonesa o los frijoles
asomando en la comisura de los labios como señal o contraseña de pertenecer a
la casta privilegiada del proletariado posibilista, que puede llevarse algo a
la boca con destino al entramado digestivo. Otros, muchos más de los que
pensamos, se quedan “milando” como el chinito la suculencia del manjar y la
concentración que exhiben los felices masticadores.
Parvadas de policías de a pie señalan la
veda de robos y extravíos en perjuicio de economías colgadas con alfileres,
pues el olor a aguinaldo es fuente de pensamientos expropiatorios e impulsos
delincuenciales. La sangre fluye por las venas con impulsos acelerados mientras
en los comercios, plagados de empleados de temporada, el cliente se encuentra
más solo que la cuenta corriente de un indigente. Nadie atiende al comprador
que ve pasar al empleado caminando con fingido apuro y mal justificada
diligencia. La solicitud y mística de servicio aún no llegan a las cadenas
comerciales, a los almacenes de prendas remarcadas y al espíritu de las fechas.
El cliente está a merced del empleado de piso, de la cajera y del apretujón
casi obsceno de muchos que como él esperan comprar ese regalo, esa muda de ropa
y ese accesorio navideño.
Afuera, en la gaseada atmósfera allende
las puertas de los comercios, recibimos la calidez de las fritangas, el marasmo
de las gentes que caminan como si fueran las únicas en el planeta, el país, el
estado, la ciudad, la calle y el espacio necesario para ir de un lado a otro
gracias a la locomoción humana. Se desea, desde luego, que haya un cataclismo,
una súbita onda sísmica o un ataque masivo de disentería que limpie la calle,
que nos haga menos y obre el milagro de poder caminar fluidamente por cerca del
Mercado Municipal.
Al llegar a ese antiguo y popular centro
de comercio anclado en el viejo corazón comercial capitalino, extrañamos la voz
que le ofrecía “chiltepineros a diezzz”, tanto como deploramos la inconclusa
remodelación y las láminas que afean el inmueble e impiden el tránsito fluido. En
el espacio donde está la fuente, llena de desperdicios de misterioso origen, se
dan cita un grupo de aseadores de calzado, “boleros” que le dejan los zapatos
rechinando de limpios y con expectativas de duración altamente razonables por
las bondades de los tintes y grasas protectoras, quedando listos para recibir
nuevos pisotones y raspaduras, medallas de guerra en el tráfago peatonal de las
fechas.
Los aires se cargan de azufre, amenazas
de fuego infinito y reclamos temibles de condenación eterna. Un hombre de
mediana edad y aspecto proletario viste sus mejores galas de orador religioso y
atiza con garrotes bíblicos las conciencias de los viandantes. Gesticula, lanza
espumarajos por la boca. Los misterios del bien y el mal parecen ser revelados
por el exaltado hombre que blande una biblia y amenaza con azotar con ella al
despistado y casual espectador. En este punto, la prudencia recomienda salir
huyendo del lugar, en busca de un refugio de paz y tranquilidad mundana. Queda
claro que la espiritualidad no se da mediante amenazas ni está al alcance de
todos, pero cada cual su bronca.
Las mujeres policía rondan los
comercios, hacen presencia en las esquinas, vigilan las calles y algunas bostezan
con aires de uniforme nuevo y zapatos en proceso de ahormar. Llega el mediodía
y emprendo el regreso a casa, por el camino pienso en los camiones recolectores
de basura, en el plan de arrendamiento que se ofrece como solución al problema
citadino. Seguimos pensando que el ayuntamiento debe tener su propia flotilla y
así no dar de comer a empresas privadas que, como quiera que se le vea, se
bastan solas. ¿Qué decidirán los regidores? ¿Optarán por la autosuficiencia
aunque lleve un poco más tiempo o seguirán la ruta típica de los gobiernos
prianistas de apoyarse en la empresa privada para resolver servicios públicos?
El pueblo, en medio de la calle, sabe que la basura es cosa pública. Esperemos…
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