“El
fútbol es popular porque la estupidez es popular” (Jorge Luis Borges).
Resulta perturbador que aparezca
súbitamente propaganda de Anaya o Meade, Sylvana Beltrones, Myrna Rea o el Pato
de Lucas o algún otro candidato cuando usted trata de relajarse y ver una buena
película de terror para escapar de la cruda campaña de adjetivaciones e
infundios contra cualquier cosa que huela a oposición al sistema conformado por
los intereses del prianismo hecho
gobierno.
Sin embargo, la afición futbolera y el
criterio cerril de nuestros aficionados a las emociones por encargo ven con
buenos ojos la contienda electoral para solazarse de la existencia de un
lodazal cercano en el cual mojar las plumas de la histeria del gol, pues el
ambiente da oportunidades de echar relajo y portarse cavernícolamente en vivo y
a todo color en las más lejanas latitudes. Rusia les ha gustado para sacudir de
su silla de ruedas a un viejo con máscara de AMLO, quemar una bandera de
Alemania y bailar sobre la dignidad nacional en tierras ajenas.
A estas alturas, hemos rebasado el
salvajismo y la estupidez exhibicionista de muchos buenos exponentes, como los
anglosajones y algunos latinos que con el hígado por delante buscan hacer en las
gradas lo que no se pudo hacer en la cancha. ¿A qué horas dejó de ser deporte
para convertirse en una burda maquinaria comercial que arrastra millones de
adictos que actúan como manada? ¿Ganar o perder nos hace mejores o peores de lo
que somos en nuestra vida cotidiana? ¿Los colores del equipo están por encima
de los valores nacionales? ¿Por qué no mejor honramos al país mediante el
trabajo diario y la toma de conciencia de nuestros principios identitarios que
exigen que se les honre cada día sin necesidad de un estadio o una cancha
deportiva?
Al parecer, el mismo desastre emocional
que priva en los estadios se reproduce en la “cancha” de la política electoral,
donde los jugadores no se valoran por trayectoria y propuesta, sino por sus
genitales y la pequeña historia que les fabrican los siempre presentes
mercenarios de la imagen, las relaciones con los gringos y la total desfachatez
a la hora de desmentir trapacerías, corruptelas, ignorancia y mediocridad. El
consumidor de basura se regodea diariamente con el banquete que le sirve la
prensa, las redes sociales y la burda sociabilidad que se da en lugares de
reunión pública donde el cotilleo ocupa buena parte de la atención de los
concurrentes y donde la inteligencia, por lo general, permanece a prudente
distancia.
No negará usted que las encuestas
atrapan la atención del aficionado a la política lo mismo que las estadísticas
deportivas y la conformación de las alineaciones lo hace con el deportista de
sillón, cuya máxima cuota de esfuerzo físico se paga con ir a la cocina, abrir
el refrigerador y sacar una cerveza para regresar de prisa al cómodo asiento
donde ejerce su ministerio de hincha de salón en temporada baja, porque cuando
hay crédito se lanza a la compra de boletos para poder berrear de emoción en el
estadio, lucir la camiseta de su equipo y sentir que sus adiposidades son el
músculo del deportista que lleva dentro.
Si el equipo anota, hay que celebrarlo
saliendo a la calle con banderas y pancartas, como no se hace cuando la calle es
el escenario de un pueblo indignado que protesta por las corruptelas, el
desaseo y la mendacidad del gobierno en turno. La espontaneidad es deportiva,
la indignación que busca organizarse es grilla.
Ahora, la sociedad transita entre las
emociones del fútbol y los jugosos reportes de las encuestas, las
declaraciones, las acusaciones y los desmentidos. El circo electoral atrapa
tanto como el deportivo. En ambos, la atención del consumidor permanece
conectada al monitor de la computadora o a la pantalla de la tele, como si
fueran la misma cosa, como si el interés nacional se expresara en goles o
votos, como si el ciudadano fuera un espantajo vociferante que incinera
banderas y no un elector que decide el futuro de la nación para que haya
bienestar y progreso o para acabar de hundirnos en la mediocridad y la
podredumbre de un sistema depredador e injusto.
En uno y otro caso, la receta que se
cocina en las empresas de medios es la misma: acaparar audiencia, vender
imagen, enajenar al ciudadano y reducirlo a cliente asiduo y cautivo para
poderlo manipular y servirse de esto para alimentar las fuerzas de un proyecto
que no necesita inteligencia, conciencia ni identidad nacional. La imagen del
candidato, la figura del deportista, el discurso triunfalista que alude a la
utilidad del voto o la lealtad a los colores del equipo carecen de contexto y
memoria porque no los necesitan.
Aquí debemos insistir en que la
verdadera transformación está basada en la toma de conciencia, la recuperación
de la dignidad ciudadana, de la identidad nacional, de los deberes y
obligaciones cívicos, a contrapelo de la manipulación sebosa de los candidatos
del sistema y la endeble satisfacción de un triunfo solamente posible en las
canchas del mundial pero no en la realidad nacional.
La basura nos la entregan a domicilio y
la demagogia y el triunfalismo facilón lo encontramos hasta en la sopa. Hora de
cambiar.
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