José Darío Arredondo López
“El
analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho
diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia nace la prostituta,
el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político
corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales” (Bertold Brecht).
Cada año nos enfrentamos a una
temperatura que, en otras latitudes, su sola mención provoca el horror y el
sofoco de quien se entera. Nos asamos cada día en un horno que llamamos hogar,
patria chica, solar paterno… Sonora, pues. Los chorros de sudor que se producen
pudieran ser fácilmente navegables si hubiera la tecnología para hacerlo. Son
miles de litros por jornada colectiva que salen de nuestra humanidad para
perderse en el tejido de la ropa y de ahí evaporarse dejando una huella
blanquecina que recuerda que la sal es parte de nuestra vida y, en cierta
medida, de nuestro destino.
Las noticias que tenemos van en el
sentido de que llegaremos temperaturas de 50 grados centígrados y que hay que
tomar precauciones por aquello de los golpes de calor y las deshidrataciones
tan propias de la temporada. Desde luego que las altas temperaturas son tema de
conversación obligado entre los comentaristas de los acontecimientos locales y
regionales y preocupación fotogénica de los funcionarios públicos, amén de los
equipos de campaña que proveen la imagen rozagante del candidato y su
impermeabilidad a eventos naturales, políticos y sociales, a pesar de la
realidad del ambiente y las condiciones de regiones como la nuestra, aunque los
camiones refrigerados, las habitaciones de hoteles de lujo, los servibares, los
botellines de agua, los auditorios climatizados, el arropamiento del dinero y
las circunstancias políticas que ventilan acuerdos comerciales, encubrimientos
y futuros repartos de utilidades refrescan y apapachan a los futuros ungidos.
El dedo del gran poder actúa como el del proctólogo que lubrica las
reconditeces anatómicas de la política hecha con movimientos peristálticos y
trabajo de esfínter.
La abochornada masa ciudadana echa mano
de baños y desodorantes para seguir con su rutina diaria de cara al sol,
dispuesta a cumplir con su cometido laboral o en su papel de desempleado,
subempleado o pensionado. Otros solamente se dejan llevar por el instinto de
salir a buscar la vida en las calles, basureros, puentes, plazas y zonas donde
cualquier gente puede ser el mecenas esperado, el donante de una moneda, de un
taco, o de una mentada de madre. La marea citadina va y viene, en flujos y
reflujos constantes, en un ritmo que varía pero que no acaba… Es el estudiante,
la señora de la casa, el marido que busca proveer, el lépero en pos de una
oportunidad para el agandalle, el indigente local o el migrante; es, en fin, el
ciudadano que tiene una valiosa posesión que no necesariamente valora: el voto
en un período donde todos son deseados, dignos de consideración, personas
físicas de pleno derecho, posibles adeptos a una causa sexenal que se agota en
el momento mismo de emitir el sufragio. Tenemos derechos plenos que se
extinguen porque su vigencia y fecha de caducidad es la misma: el 1º de julio.
Entre chorros de sudor que empañan la
vista, el ciudadano contempla los anuncios espectaculares y las enormes fotos
del candidato en las unidades del transporte colectivo; sufre la saturación de
mensajes, “avances noticiosos”, encuestas, debates, mítines, entrevistas en
diversos medios informativos y padece de intoxicación por el veneno de la
demagogia y la mendacidad. Tal problema de salud pública se debe a las
desproporcionadas dosis de mentiras que se emiten, a las promesas y
declaraciones “críticas” de personajes evidentemente ligados al sistema, pero
que cuando pudieron no movieron un dedo para impedir iniciativas de ley que
ahora nos tienen al borde de la indigencia y que han posibilitado el
abaratamiento de los despidos y la carencia de seguridad social de millones de
jóvenes mexicanos que ingresan al mercado laboral con empleos precarios de uno
a tres, o excepcionalmente de cinco salarios mínimos.
Al agobio físico se añade el emocional
cuando no sólo se suda por las temperaturas ambientes, sino por la indignación,
el coraje, el asco de oír las promesas, las propuestas y los halagos de quienes
están por continuar con lo mismo y cuyo trabajo es promover y apoyar al sistema
que tercamente se ha encargado de cancelar las vías de progreso y bienestar de
nuestros jóvenes y que ha reducido enormemente las expectativas de una vida
digna de millones de familias, así como condenado al abandono y la miseria a
más de la mitad de los adultos mayores del país.
El calor aumenta porque el aire se
enrarece con el ruido político electoral, con la necedad de querer verle la
cara de pendejo al ciudadano sonorense, con la insana intención de desacreditar
la oposición al sistema que nos sofoca. El bochorno moral debe poder más que el
puramente físico y desatar una respuesta que de frescura al panorama político
de Sonora y el país. Es claro que debemos cambiar para mejorar, para que el
aire de una nueva realidad refresque las quemadas tierras de un pueblo que
merece mejor destino. Respiremos…
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