“No
puedes llamarles gilipollas, son votantes” (Louane Emera, en La familia Bélier).
Estamos acostumbrados, sentimos que son
parte de nuestra existencia y determinan los eventos de la vida cotidiana, los
temas de conversación, los medios y las formas de comunicación social,
personal, afectivo, familiar… Son infaltables y sacan de apuros cuando no hay
tema, cuando la flojera de pensar en dialogar nos lleva al lugar común, al tema
facilón, a la nausea de la trivialidad convertida en costumbre social. Las
campañas políticas nos llenan de mensajes e informan sobre vidas, obras y
milagros sin que necesariamente se deban o puedan comprobar las buenas nuevas,
los motivos de asombro y admiración, los motivos de apoyo o de defensa del
paladín en turno; el sistema corta a todos con la misma tijera y el modelo que
se recicla siempre tiende a ser predecible, simulador y vacuo. Nos aburrimos
colectivamente, pero también establecemos diferencias y preferencias, filias y
fobias, apoyos y rechazos.
La repetición de los mensajes y la falta
de imaginación, pertinencia y propuesta llenan los espacios mediáticos y las
neuronas sufren los efectos soporíferos de la propaganda y la agresión de los
argumentos y denuncias que hacen de la política un simple lavadero público,
espacio vergonzoso donde la ignorancia, la mentira y el desprecio a la opinión
pública reinan soberanos y se yerguen invencibles.
Por otra parte, la guerra de encuestas
permite suponer que los instrumentos estadísticos en su elemental simplicidad
pueden ser tan falsos como el más torcido de los discursos. La manipulación
mediática basada en instrumentos sesgados da cuenta de la prostitución
cuantitativa de que son capaces los políticos y los equipos a su servicio, en
apoyo a la construcción de una imagen que sólo tiene vida y sustento en el
papel, la película o el cartel publicitario, de credibilidad más escasa que la
de las bondades de las reformas estructurales o la certeza de un futuro ligado
a las transnacionales. En resumen, la mentira recreada en diversas formas y lugares
crea al candidato, le da vida e historia, lo hace héroe sin batallas, paladín
de causas ficticias y agorero de un país sin recursos como si la nada fuera
logro y el fracaso probado un ejercicio de eficiencia exitoso y redituable.
La burla a la inteligencia del ciudadano
tiene un punto culminante cuando los candidatos de los partidos emblemáticos
del sistema señalan problemas y proponen soluciones que bien pudieron aplicar
cuando estaban en el puesto de gobierno o en el cargo de elección. El que fue
funcionario público, de partido o legislador ahora descubre el hilo negro y el
agua tibia y señala airado las deficiencias, desviaciones y corruptelas del
sistema al que pertenece, que antes no vio o no le importaron y puesto a
defender sus propuestas novedosas y transformadoras, sus iniciativas de ley y
sus acciones en las colonias y barrios al calor de la campaña, vocifera contra
sus oponentes.
¿En serio pensarán que el ciudadano es
idiota de nacimiento o un ser tan corruptible que su destino es hacer de palero
o sicario electoral del sistema que lo nulifica y degrada? Lo deseable es que
no lo sea, pero las cosas no funcionan en los parámetros del “deber ser” sino del
“ser”, pero tan es así que basta una tarjeta precargada, una despensa, un poco
de material para construcción, o una oferta, para que la credencial sea
fotocopiada y se establezca un compromiso de voto.
La voluntad adormecida hace el milagro
de que cualquier campaña negra pueda funcionar o al menos ser difundida en las
redes sociales con visos de convicción de quien comparte. El trasiego de basura
informativa y de desorientación y embrutecimiento popular va viento en popa en
tanto no haya un chispazo de conciencia, una respuesta inteligente e informada
o un vacío razonado de quien se niegue a envilecer aun más el oscuro y
deprimente panorama electoral mexicano. La desconfianza en el Instituto Nacional
Electoral se refrenda por el hecho de que el sistema de información de
resultados electorales quedó en manos de empresarios privados ligados al
sistema que se niega a morir y que une sus fuerzas para impedir que llegue la
oposición representada por Morena y López Obrador. La modorra ciudadana bien
puede desaparecer ante el estímulo de un fraude monumental que, de realizarse,
pondría a trabajar en defensa de su propia integridad a una ciudadanía
agraviada pero apática. El tigre aún puede despertar.
En el marco de las campañas los llamados
debates son un circo alimentado por la morbosidad e ignorancia de quienes
compran el boleto de entrada a una pelea en el lodo. Desde la comodidad de su
hogar y plácidamente pertrechado de bebidas alcohólicas, botanitas y
almohadones, el ciudadano puede gozar de las típicas fintas de la lucha de
máscara contra cabellera, en un formato rígido, manipulable, aburrido y
tendencioso a voluntad de sus productores y “moderadores”. La pornografía
política goza de cabal salud mientras que la conciencia ciudadana recibe golpes
bajos y la democracia patadas en el trasero. Tiempo de madurar. Tiempo de
cambios en serio.
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