“Justicia es un firme y constante deseo de
dar a cada uno lo que le es debido” (Justiniano).
A inicios de la última semana de agosto,
el director de Isssteson se comprometió ante representantes de varios
sindicatos locales que, en un plazo de 72 horas, se resolverían los 519
expedientes de trabajadores con trámite estancado para sus jubilaciones o
pensiones. Se turnarían a la jefa de pensiones del Instituto para ver si no
tienen faltantes de documentos y, de ahí, pasarían a la Junta Directiva que en
sesión extraordinaria pudiera decir sí o no a su tránsito al escritorio de la
gobernadora del Estado, para la firma del dictamen correspondiente. Si tal cosa
ocurre, las solicitudes aprobadas esperarían tres meses para que las pensiones
se empezaran a hacer efectivas. En suma, el funcionario se comprometió, tal
como lo hiciera en marzo, en resolver el problema de los trámites suspendidos,
congelados y fatalmente arrumbados en algún olvidado cesto de papeles.
Al respecto, el párrafo tercero
del artículo 59 de la Ley del Isssteson señala que: “El Instituto deberá
resolver la solicitud de pensión en un plazo no mayor de treinta días hábiles a
partir de la fecha en que quede integrado el expediente. Dentro de los treinta
días hábiles siguientes, el Gobernador del Estado revisará y resolverá en
definitiva acerca de la solicitud de que se trate, para los efectos que expresa
la primera parte del artículo 108 de esta Ley”. Aquí es claro que a alguien le
importó un rábano cuidar la “integración del expediente” y jugó con la
desesperación de los afectados generando un mecanismo de presión para forzar a instituciones
como la Unison a firmar un nuevo e inadmisible “convenio de prestaciones de seguridad
social”. Si se jinetea el dinero, con más razón la ley.
Lo cierto es que a nadie conviene que
las solicitudes de pensión duerman el sueño de la ignominia burocrática, habida
cuenta que los trabajadores que cotizaron durante 30 años o más no tienen por
qué conformarse con excusas porque el Isssteson no cumple con su encomienda
política y social de garantizarles un resto de vida digno y vivible.
Para muchos lo que dice el director del
Instituto, o lo que repiten los que lo oyeron, es dogma de fe,
independientemente de que la realidad tenga un efecto anticlimático en el
jolgorio declarativo y en la confianza (apuesta) institucional en la poca
memoria de los interesados o, en su defecto, en la apatía de muchos ante la posibilidad
de manifestarse, movilizarse y actuar en defensa de sus propios derechos. Más
vale promesa en mano que marchar en medio de estos calores y la incierta
respuesta de la sociedad que ve pasar a los trabajadores con la misma atención conque
lo hace cuando pasa un camión de la basura.
Aquí, muchos afectados encaramados en
una posición típicamente pequeñoburguesa y “madura” en los términos del sistema,
pueden pensar: “Para qué nos movemos si la cosa va avanzando”, “qué caso tiene
manifestarse si ya firmé un amparo para que el juez cumpla con su obligación
legal de ordenar a otros que cumplan con su obligación legal”, “si nos ponemos
a protestar en las calles a lo mejor afecta el amparo”, “el dirigente nos dijo
que era mejor esperar y confiar”, “¿para qué generar fricciones y
enfrentamientos?”, entre otras perlas de un largo y recargado inventario de
muestras de autocomplacencia y apatía racionalizada y comodona.
Sin el ánimo de juzgar a las personas
afectadas, es notoria la diferencia de actitud entre los trabajadores “de a
pie” y los de “cuello blanco”. Entre los primeros se aprecia la molestia y
queda claro que quieren soluciones sin “rollo”, sin dilaciones ni excusas; en
cambio, en los segundos, entre los que se encuentran los académicos que sienten
que durante su vida laboral rozaron el umbral de la autoridad y, en el fondo,
están identificados con la parte patronal a la que aspiraron pertenecer en las
universidades y otros espacios jerarquizados, predomina lo “políticamente
correcto”, la afinidad “institucional” por las decisiones de la autoridad
aunque ellos de todos modos tengan que pagar los platos rotos de sus abusos.
Como mariposillas atraídas por la flama,
prefieren orbitar la figura y disposiciones de la autoridad antes que caer en garras
de algún arrebato cívico que los haga sospechosos de ser disidentes, opositores
o, incluso, enemigos políticos, colmo del horror y ciénaga terrible que traga y
sepulta cualquier aspiración futura; por eso no falta quien se apresure a decir:
“apoyamos las gestiones y los tiempos marcados por el señor secretario”, “por
el director”, “por el jefe de departamento” o “el coordinador de área”… Mientras
tanto, la rueda de la ignominia sigue girando por la carretera pavimentada de
la indolencia, la complicidad y la evidencia de que no hay conciencia de clase
en muchos de los organismos sindicales, aunque sí una cantidad importante de
clientelas y simples consumidores de ventajas y prebendas. La dignidad, como lo
demás, puede esperar.
La defensa de la seguridad social, cuya
vigencia está en juego, es sorprendentemente permeable a las conveniencias, al
“qué dirán”, a la imagen de prudencia y mesura que algunos prefieren presentar
ante la autoridad que los ignora olímpicamente mientras pasan arrastrando sus
miserias por pasillos, antesalas y oficinas de trámite. Por razones
misteriosas, se piensa que los que se mueven y pegan de gritos no van a salir
en la foto de los bendecidos por la complacencia y generosidad de la autoridad
competente, a contrapelo de la experiencia local y nacional que demuestra que
la presión, la protesta, la manifestación pública y la lucha legal son complementarias
e insustituibles en los movimientos sociales, en el reclamo de derechos
violados, en la oposición a las injusticias y en la reivindicación de los
derechos que el gobierno coarta, oculta y regatea.
Lamentablemente, muchos trabajadores que
alcanzaron remuneraciones relativamente buenas en su vida profesional sienten
que no es lo suyo reclamar derechos, porque se les hace muy “populachero” tomar
la calle y marchar lanzando consignas y reclamos; suponen que esas cosas son
del pueblo que no pasó de las primeras etapas de la educación básica y obtuvo
empleos de músculo y sudor en vez de aquellos con oficina, aula, laboratorio y cubículo
refrigerado. Sucede que la conciencia de clase responde a la imagen del poder,
o a la idea de poder que se tiene y de la proximidad que tenemos con ella, y no
del hecho de ser asalariados, dependientes del ingreso quincenal que se nos
paga por hacer un trabajo de acuerdo con las reglas que dicta un patrón.
El desclasamiento de muchos académicos
tiene que ver con la idea de mundo y de autoridad que se tenga. Un mundo
jerarquizado despierta el deseo de escalar la jerarquía para acercarse a la
“autoridad”, misma que tendemos a justificar porque constituye, de hecho, el
modelo que perseguimos profesionalmente y que nos esforzamos en alcanzar: por
eso muchos buscan los postgrados y por eso se aceptan las evaluaciones externas,
las acreditaciones y las certificaciones. Así que, quienes han alcanzado una
maestría o un doctorado pueden suponer que corresponde a otros la protesta y a
ellos la espera paciente de las decisiones de la autoridad. Las gallinas de
arriba barnizan a las de abajo.
La actual lucha por la seguridad social
que se da en Sonora en torno a las pensiones y jubilaciones detenidas
ilegalmente por el Isssteson va a triunfar. Y los que ahora la sabotean y
desacreditan quedarán como los tristes espantajos que pudiendo formar parte de
la solución se contentaron solamente con formar parte del problema. Triste
papel.
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