El reciente asesinato (14 de mayo) del
pequeño de seis años Cristopher Raymundo Márquez Mora, en Chihuahua, a manos de
cinco menores que jugaron con él al “secuestro”, da una nueva voz de alarma
acerca del nivel de enajenación que ha alcanzado nuestra sociedad. A la víctima
le propinaron 27 puñaladas, le sacaron los ojos, le cortaron los labios, la
cara le fue deformada a pedradas; fue enterrado en un hoyo cavado ex profeso y
pusieron encima un animal muerto para disimular el olor.
Una semana después, el jueves 21, en
Aguascalientes, una niña de 13 años fue violada y asesinada en su domicilio,
horas después de que los vecinos la vieran con un grupo de compañeros de
secundaria con los que iba a estudiar. Su madre la encontró al regresar del
trabajo. El cadáver de la niña estaba en el baño, presentaba golpe en la nuca y
había dos botellas de cloro cerca de ella, con las que presumiblemente fue
rociada. Faltaban en la casa un televisor, una computadora y un teléfono
celular.
Imposible dudar en calificar estos
hechos como crímenes alevosos, crueles, que revelan una mentalidad claramente
antisocial. Difícilmente se puede llegar a disculpar la privación de las
jóvenes vidas como juegos o bromas estudiantiles que se resuelven con un regaño
a los perpetradores. Sin embargo, son menores y, en consecuencia, aún bajo la
tutela de sus padres.
Francamente no creo que haya un niño
intrínsecamente malo, con tendencias homicidas en espera de una oportunidad
para satisfacerlas. Me parece muy raro que exista el mal instalado en la mente
de los infantes como característica dominante de su personalidad, salvo en las
películas y series de factura gringa. Algo pasa y debemos tenerlo claro como
sociedad, a fin de poder prevenir futuras desgracias.
Nuestra sociedad se ha visto enormemente
influida por una especie de colonización cultural que proviene del norte y que
básicamente gira en torno a la mentalidad neoliberal. Vivimos en una comunidad
presa de los estímulos de la televisión y otros medios masivos de comunicación
e información, de suerte que los valores y principios de nuestra cultura se han
transformado siguiendo la dirección de los elementos ideológicos dominantes que
son extraños a nuestra identidad. Lo anterior se complementa con cuadros de
explotación infantil laboral y sexual en las áreas rurales y urbanas, siendo
México uno de los principales productores de pornografía infantil y un sistema
educativo deficiente.
La desintegración y disfuncionalidad
familiar corren al parejo del incremento de las tasas de delincuencia, pero es
incuestionable que la inseguridad económica, el desempleo, los bajos salarios y
la ausencia o disminución de prestaciones sociales están presentes en el origen
de los conflictos que se dan en el interior de los hogares. Resulta axiomática
la afirmación de que cada crisis económica tiene una respuesta de tipo
psico-social que afecta las formas de convivencia.
No es exagerado ni ocioso decir que la
economía determina la estabilidad del edificio social y que una de las
instituciones más sensibles es la familia. No es lo mismo contar con seguridad
familiar mediante empleos justamente remunerados a verse en la necesidad de que
ambos cónyuges trabajen y dejen para sus ratos libres la educación y el cuidado
de sus hijos. Nadie puede negar la importancia de la madre en la trasmisión de
valores ni el elemento vertebrante del ejemplo del padre.
En México, la familia es el asidero
tradicional de quienes empiezan a caminar por la vida, sorteando las contingencias
propias de una ciudadanía venida a menos, de una sociedad colapsada por sus
propias omisiones, complicidades y claudicaciones. Cualquiera tiene el permiso
tácito de la inmensa masa informe y maleable que llamamos sociedad para izar
banderas de reivindicaciones facilonas y ridículas, frente a los verdaderos
problemas que calan hondo en las conciencias de la clase trabajadora y sus
familias.
Así, tenemos los efectos de una
creciente trivialización de la vida a partir de la influencia de los medios de
comunicación masivos como la televisión, donde la muerte se convierte en
espectáculo que genera ventas de publicidad, y la familia sirve para el consumo
de cualquier producto comercializable, antes que ser la célula de nuestra
sociedad y la primera escuela de valores.
Los medios crean héroes y villanos
instantáneos, pero también una idea falsa del éxito personal y familiar basada
en el logro material y en modelos de relación que más tienen que ver con la
cultura anglosajona que con la nuestra. Basta ver los comerciales de cualquier
clase de productos para entender que no nos vemos reflejados en esas caras
sonrientes de tez blanca y ojos azules que disfrutan de las mieles del éxito en
una sociedad de consumo. Somos distintos. La insistencia diaria de la televisión
nos hace suponer que es natural lo que vemos en pantalla, que así debe ser, que
estamos obligados a asimilar la violencia como algo propio de nuestra sociedad
y que debemos sobrevivir cada día mediante la destrucción de los demás que son
enemigos potenciales y obstáculos a vencer, en vez de vivir y construir
respetando las diferencias.
Nuestra realidad huele a pobreza y
abandono, pero el sistema nos hace creer en que la pestilencia de la corrupción
y el engaño se deben a falta de refinamiento de nuestro olfato, al que hay que
educar mediante nuevas dosis de engaño y manipulación. Ese es el papel de las
campañas electorales en favor de la conservación del sistema y el descrédito de
nuevas opciones opuestas a éste. Sin embargo, frente al triunfalismo de las
soluciones mágicas se yergue triunfante la decadencia del sistema, donde la
explotación infantil y las muertes por crueldad, “diversión” o simple estupidez
no son sino las evidencias del fracaso neoliberal. En este contexto, las
alianzas y coaliciones entre partidos solo pueden expresar los torpes intentos
del gatopardismo mexicano, dando la
apariencia de cambio para que todo permanezca igual.
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