Desde luego que la idea de un gobierno
democrático es acariciada, aplaudida, deseada e instalada en la conciencia de
los ciudadanos de todos los estratos sociales y niveles de ingreso. El concepto
es uno de esos que se dan por sentados como parte integrante de la realidad
política, económica y social que vivimos. Nadie lo cuestiona. Todo mundo, en
especial quienes ejercen funciones políticas, pregona los milagros y virtudes
democráticas como algo propio, como conducta adquirida por la convicción. Con
igual fervor ahora se habla de la
transparencia y la honestidad, del afán de servicio, de lo mucho que se puede
hacer y la certeza de que el (o ella) es el ejemplo vivo de lo políticamente
deseable.
Los medios de comunicación nos ofrecen
un menú inquietante por su uniformidad en el formato, donde la suficiencia del
candidato queda demostrada mediante la repetición de las cualidades que el
mismo dice que tiene, en un ejercicio demencial de autoelogio, de
autocomplacencia facilona que convoca al auditorio ocasional a entregar su voto
el día de las elecciones. Cheque en blanco de cuya responsabilidad pocos pueden
hablar si se analiza la libertad con que se otorga, como una aceptación festiva
de una condena por tres o seis años, consistente en llevar a cuestas el fardo
de la demagogia y la simulación preñada de vanidad y de insulsa pedantería del
elegido.
Como ahora se estila, las campañas
electorales representan un pingue negocio para una variedad de prestadores de
servicios, donde destacan los diseñadores de imagen, de historias familiares y
de éxito para consumo público, de materiales
propagandísticos donde destacan las laboriosas creaciones de expertos en
fotografía, vídeo, imprenta, entre otros que inciden en las decisiones de los
votantes, ahora puestos en plan de consumidores de mensajes.
Lo anterior viene al caso porque no
estaría mal distinguir entre lo que es una campaña política y otra de carácter
comercial donde la mercadotecnia tiene más que ver que las ideas y proyectos de
desarrollo social. En las actuales campañas electorales, ¿dónde termina la
acción social y política y dónde inicia la promoción de productos comerciales
de temporada? Es difícil saberlo, pero es posible apuntar algunas ideas.
Es evidente que la presencia de los
candidatos y la exposición de sus ideas se basan en un aparato de difusión y
promoción que más se asemeja a la venta de suscripciones para la televisión de
paga o para los teléfonos celulares. La sustancia del debate ideológico y de
proyectos políticos se ve disminuida por los reclamos publicitarios que marcan
tiempos, espacios, estructura y contenido, de donde la campaña resulta una
copia de los comerciales por televisión.
El asunto se complica cuando las propias
empresas de medios fabrican, promueven e imponen la voz e imagen del candidato,
convertido en un producto ajeno y distante, aunque en cierto modo superior al
sujeto que sirve de referente, por obra de las virtudes y cualidades que se le
añaden. Aquí es el envase y no el contenido lo que cuenta para las ventas,
subrayando su temporalidad, ya que es inútil su consumo después de la fecha de
caducidad.
Algunos candidatos aluden a los valores
familiares, a la honestidad genética, al parentesco, al lugar de nacimiento, a
las ideas que guían sus aspiraciones juveniles, de edad madura o en el ocaso de
sus vidas. Resulta curiosa la forma en que se aprenden el guion, las
inflexiones de la voz, el tono resuelto y sentencioso; cómo se ponen dignos, cubiertos
de una blancura de detergente biológico, relucientes al instante como si de
Maestro Limpio se tratara.
¿No es sospechoso que las grandes ideas
y proyectos de mejora provengan de personas que han formado en las filas de los
partidos que han jodido a la cuidad, al municipio y al estado? ¿No llama la
atención que se muestren tan conocedores de la realidad que se han empeñado en
negar, ocultar, disimular, en cuantas ocasiones han podido? ¿Ahora sí tienen
solución los problemas que sus institutos políticos han ayudado a crear? ¿Ya no
apoyan el enriquecimiento ilícito que en grado de complicidad ha sido tolerado
por sus respectivos partidos? ¿Pueden las administraciones del PRI y el PAN (Prian)
hablar de honestidad sin provocarse una hemorragia?
Los gobiernos del Prian han impulsado
reformas legales que tienen por resultado el empobrecimiento y la falta de
oportunidades para jóvenes y adultos; han disminuido al máximo la seguridad
social, acabado con las expectativas de muchos ciudadanos que desean una vida
digna, han acabado con la seguridad pública y el propio gobierno es quien
agrede, desaparece o mata a la población, mediante operaciones ilegales; se ha
criminalizado la protesta, coartado la libertad de expresión, agredido
sistemáticamente a los estudiantes, maestros, campesinos y demás trabajadores.
Las reformas constitucionales desde Salinas de Gortari hasta la actualidad han
sido funestas para el país, y sus consecuencias las leemos cada día en las
secciones de policía o seguridad pública de los medios informativos.
¿Es creíble el baño de honestidad y
valores familiares que se dan públicamente los candidatos? ¿Es digno de
confianza quien políticamente forma parte de la canalla que ha arruinado al
país y al estado? ¿Somos una democracia o una cleptocracia?
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