“La justicia es la reina y señora de todas las
virtudes” (Cicerón).
Seguramente usted disfrutó en los días
previos al 10 de mayo de la ola de anuncios, reclamos publicitarios, llamadas
telefónicas, ofertas resistibles e irresistibles, arrumacos estandarizados que
en forma oral, escrita y mímica inundaron las redes sociales, los espacios
radiofónicos y televisivos, así como los correspondientes a la prensa escrita.
Madre sólo hay una y el deber de festejarla es también uno e irrevocable,
intransferible e imprescriptible.
Las florecitas y los corazones
estilizados de un rojo sospechosamente brillante, agolpados en efluvios
salivosos y llenos de cursilería aldeana, tuvieron sus momentos estelares tanto
en la víspera como en el mero día de la madre. La capacidad de abstracción de
los millones de consumidores de publicidad arracimados en torno a los centros
comerciales de moda, quedó aplanada por la facilidad de los mercadólogos y
publicistas para eliminar cualquier brisa de inteligencia de la pulida superficie
de sus exigencias: ¿ya le compró su regalo a mamá?, ¿pues qué espera?, ¡compre
ahora y pague después, en cómodas mensualidades donde usted pone el plazo!,
¡ahorre comprando en XYZ, donde su dinero rinde más!, entre otros anzuelos
lanzados con mano diestra en las aguas del mercado local.
Si en el ámbito comercial la celebración
de la madre alcanza el paroxismo de un estanque de tiburones destazando a su
presa, en la esfera de la intelectualidad palvloviana del estímulo y la encuesta
también se agitan las aguas: ¿cuánto cuesta el trabajo de una madre?, de donde
se desprende el análisis y los costos monetarios de las ocupaciones u oficios
que una madre de familia desempeña en casa: aseo doméstico, preparación de
alimentos, lavado y planchado de ropa, cuidado de los hijos, atención
psicológica y de salud preventiva, entre otras. La tabla resultante arroja un
sueldo mensual cuya factura parece buscar destinatario. ¿Empoderamiento
femenino o simple argumentación aritmética de los costos de querer a alguien, ser
parte de una familia y desarrollar sentimientos de pertenencia, apoyo y
solidaridad por consanguinidad o afinidad? ¿El amor y el cuidado familiar tiene
tarifa monetaria? ¿La economía debe penetrar la esfera erótica de las relaciones
interpersonales familiares? ¿Cada casa es un negocio sujeto a las leyes del
comercio?
Mientras algunas personas discuten el
tiempo y costo de las relaciones domésticas, otras lo hacen respecto a la
inseguridad que de las calles pasa a los jardines de niños. ¿Por qué se ultraja
a una niña en una institución preescolar? ¿Por qué los baños son mixtos y
compartidos por alumnos con diversos niveles de madurez sexual? ¿La modernidad
implica no establecer diferencias entre individuos de diferente sexo y edad?
¿El establecer servicios sanitarios para hombres y mujeres por separado supone
discriminación, simple ahorro, o el entendimiento que existen diferencias que
resulta absurdo ignorar?
El drama cotidiano que se desarrolla en
las escuelas preescolares reproduce incipientemente la debacle social que se
escenifica en las calles, avenidas, barrios y colonias de esta ciudad capital,
donde la moral mercantilizada y la mentalidad furibundamente individualista
coloca a los jóvenes y adultos en la órbita perversa de un hedonismo palurdo, cortoplacista
y vulgar. Tan es así que en los centros de educación superior también se
reportan eventualmente casos de acoso sexual, incluso de ataques cuyo registro
pasa al anecdotario comunal en vez de a las agencias del ministerio público,
por pena, turbación o simple decepción del sistema legal, del desinterés
institucional, de las complicidades entre autoridades y delincuentes, de la
pachorra sindical, de las malas costumbres que se comparten y celebran entre
cuates.
¿Será que la aplanadora neoliberal además
de mercantilizar los usos y costumbres locales y trivializar la dignidad
humana, nos quiere persuadir de que las diferencias naturales de sexo y edad
son un simple problema de percepción? Tal parece. Sólo que la realidad de los
abusos deshonestos, las violaciones e, incluso, los asesinatos, demuestran que
la naturaleza humana y sus diferencias no son asuntos que se negocian o se decretan.
Hombres y mujeres somos diferentes, y la sociedad debe proveer las condiciones
para que esas diferencias contribuyan a los fines de preservación social y preservación
de la cultura y los valores que nos unen. Una vez más, la educación tiene un
lugar privilegiado en la construcción de una sociedad respetuosa de las
diferencias, más justa, equitativa e incluyente.
En este caso, ¿tiene sentido enviar un
centenar de mujeres a Washington, a capacitarse en labores de “empoderamiento”
eventualmente comercial por la vía de proyectos financiables? ¿Los valores que
van a “traer” y reproducir son los que nuestra sociedad necesita para ser y
prosperar? ¿En México no hay valores y los tenemos que importar? ¿Por qué en
Washington, capital del monstruo corruptor internacional que patrocina
terroristas y genocidas?
Mientras el gobierno se empeña en
estrechar los lazos de la dependencia con los gringos, muchas mujeres, en
nuestro aquí y ahora, sufren de marginación pública, claman por justicia y
sufren el desprecio oficial, como es el caso de las madres de ABC, las que
denuncian los abusos de Grupo México en los pueblos ribereños del Río Sonora,
las que claman por seguridad pública en los barrios y colonias, las que
reclaman respeto y justicia para sus hijos en las escuelas, las que luchan
contra el abuso de las alzas en tarifas, o las que leen la prensa y oyen
declaraciones triunfalistas y estúpidas, que chocan con la realidad cotidiana
que sufren en sus casas y trabajos.
Hermosillo y Sonora en general no está
para burlas, patrañas y acciones demagógicas, sino para respuestas claras,
efectivas y contundentes contra la inseguridad, el abuso y la venalidad de
quienes tienen el deber constitucional de velar por la paz y el progreso de
nuestras comunidades. Que así sea.
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