Los tiempos en que la gente podía confiadamente
salir de noche, dormir con las puertas del domicilio abiertas, beber agua “de
la llave” sin el temor de envenenarse, mandar a los chicos a la tienda de la esquina
a la hora que fuera, dejar el carro sin candado, dispositivo electrónico
inmovilizante y alarma o maldiciones gitanas al posible ratero; transitar libre
y confiadamente por las calles y ver a la policía sin sentirse posible
desaparecido o paciente de hospital, o cruzarse en el camino de jóvenes
desaliñados sin el riesgo de ser candidato a asalto, vejación o muerte, parecen
tan lejanos como lo son aquellos en los que el pueblo veía a los funcionarios
de gobierno como modestos representantes del sistema y la administración de la
cosa pública, respetables y no muy distantes del resto de la comunidad.
Las familias podían contar con los
buenos oficios de algún ciudadano que servía en alguna dependencia oficial,
para resolver pequeños problemas de carácter administrativo, ser orientados
confiablemente y, dado el caso, ser apoyados en alguna gestión. La gente se
conocía directamente o por medio de las infaltables relaciones de vecindad o
parentesco. Se era amigo de la secretaria del señor director, del procurador,
del jefe de la policía, del ministerio público fulano, del comandante zutano.
Algunos presumían que tomaban café con el secretario de gobierno o con el
mismísimo gobernador en alguna coincidencia en su cafetería favorita del
mercado municipal.
Otros tiempos en los que la leperada quedaba
a la vista más tarde o más temprano, y donde la gente se cuidaba y cuidaba a
los demás de los resbalones y caídas propios del ejercicio de la función
pública. Tiempos transparentes con sabor a pueblo, a relación de vecindad, a
confianza que se refrendaba cada día y en los que el funcionario se cuidaba de
delinquir y quedar expuesto a la severidad del juicio ciudadano. Más temible
que la cárcel, más trascendente que el castigo oficial estaba la exhibición
pública del defecto, la falla y el desliz. El control de la conducta y la
calidad del servicio estaban en la propia conciencia cívica, en los valores y
principios de quien tenía un cargo. El control de confianza corría por cuenta
del ciudadano vigilante y del funcionario con respeto y autoestima.
Desde luego que ha habido en todas las
épocas ovejas negras o grises. Nadie puede asegurar o siquiera sugerir que hubo
tiempos en que la sociedad pudo confiar plenamente en sus dirigentes, o que las
elecciones eran químicamente puras y limpias. Siempre ha habido léperos, ratas
y viciosos, pero ninguno de ellos optó por el cinismo y el desprecio a la
opinión pública como ahora se hace de manera sistemática. A nadie se le ocurrió
hacer del descaro y la corrupción el entorno ideal para gobernar o ejercer
cargos en la administración pública. Había cochis
pero no tan trompudos.
De los años 80 para acá, la creciente
influencia de los gringos en los asuntos públicos nacionales y el creciente
subdesarrollo cívico y emocional de la clase político-empresarial ligadas a la
trivialidad neoliberal, han traído consigo un cambio cultural que nos hace
imitadores compulsivos de la vacuidad anglosajona, del descaro suelto y
ridículo que huele a enervante y a ambición ramplona por poseer lo ajeno, de la
manipulación grosera y torcida de la verdad y la viciosa tergiversación de la
realidad propia y ajena. Los peores momentos de las series televisivas de
factura anglosajona pasan por ejemplos de comportamiento social, de suerte que
los escándalos privados saltan a lo público y los públicos revelan la purulenta
realidad de lo privado. Al asalto de las instituciones de la república sigue la
debacle educativa y cultural. Ahora tenemos figuras públicas emanadas de la
farándula y políticos diseñados en un estudio de televisión.
La pestilencia política se expresa con
gestualidad de zombi, de monigote deforme y autocomplaciente dedicado a las
innobles tareas de la traición y el engaño institucionalizado, a la caza del
voto mediante la compra o la componenda. Los partidos políticos terminan siendo
inhóspitas regiones ideológicas y prósperos negocios electorales, por eso
pueden coaligarse los opuestos, como el PAN y el PRD.
En tanto que los partidos funcionan como
puestos de fritangas políticas, los gobiernos emanados de ellos sólo pueden ser
establecimientos comerciales dedicados a la comercialización del engaño y la
entrega de nuestros recursos al interés trasnacional, mientras que la economía
no cumple su papel porque la política económica carece de objetivos de
desarrollo propios. Al fomentarse la pobreza y la marginación, crece la
criminalidad y el desaliento. Por eso la ciudadanía se cansa. Por eso hoy sale
a las calles reclamando justicia y verdad. Carente de voluntad de respuesta, el
gobierno reprime, criminaliza la protesta y coarta la libertad de expresión,
redefiniéndose como un estado protofascista.
En ese contexto, la ciudadanía ve como rencorosa
desconfianza al que la golpea, veja y hostiga. La represión se vuelve la única
vía de contacto entre pueblo y gobierno y la naturaleza de las relaciones deja
de ser civilizada para pasar a evidenciar una brutalidad impensable en un país
donde las leyes formalmente protegen al ciudadano. Será por eso que el gobierno
promueve iniciativas de reforma al marco legal en materia de seguridad, a las
que el poder legislativo da su venia sin abordar los aspectos sustanciales de
lo que está pasando en nuestra sociedad. Por eso nadie habla de golpe de estado
dentro del aparato que sirve al poder, como lo hacen ya ciertos analistas
independientes. ¿Cómo puede haber oposición si los partidos mayoritarios
dejaron de serlo para funcionar como unidades de gestión legislativa
neoliberal? ¿Cómo confiar en la lealtad y patriotismo de las fuerzas armadas si
hacen el trabajo sucio del terrorismo de Estado?
¿Cómo ignorar que desde los doce años de
poder presidencial del panismo hasta lo que va del retorno del PRI a Los Pinos,
las víctimas de la represión han sufrido agresiones que afectan no sólo su
integridad física sino también su dignidad? En los últimos años, cada vez es
más frecuente que la tortura se añada la represión. Al respecto, Carlos Fazio
en su libro Terrorismo mediático
(Debate, 2013) señala que “la tortura es un instrumento político de la
dominación violenta ejercida a través del Estado que busca crear un clima de
miedo en la población. Es una actividad intencional y premeditada, programada
de manera sistemática y científica para la producción de dolores físicos y
psíquicos, que, además, constituye un asalto violento a la integridad humana.”
Cabe recordar que desde la docena
trágica panista la seguridad nacional ha asumido la agenda antiterrorista de
Washington, unciendo al carro del Comando Sur a nuestras fuerzas armadas, y
subordinando al gobierno a esquemas de colaboración que afectan la soberanía
nacional y que, en lo político, han permitido el relajamiento legislativo en
materia de defensa del dominio de la nación sobre los recursos naturales y, en
general, exacerbado la polarización de la vida económica. En este caso, se
tiene un gobierno obsequioso con el extranjero y represivo y autoritario con
los nacionales. Si no fuera así, ¿qué otra cosa podría explicar la política
deliberada de atemorizar a la población? ¿A quién le sirve el miedo?
En
el bienio presidencial de Peña Nieto se han multiplicado y puesto bajo los
reflectores de la nación y el mundo los renglones torcidos de la subordinación
neoliberal nopalera. No podemos seguir así.
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