“La historia nos ha enseñado que el hombre y las naciones se comportan sabiamente cuando han agotado todas las alternativas” (Abba Evan).
Todos
sabemos o percibimos que estamos en un mundo peligroso. Las noticias de una
posible hecatombe nuclear a nombre, claro, de la libertad y la democracia, nos
ponen los pelos de punta y añaden un toque de adrenalina a nuestra rutina
cotidiana.
La lucha desaforada por los mercados y el control de el petróleo, los minerales estratégicos y otros insumos importantes para la industria trascienden el campo diplomático para ingresar al de la confrontación armada.
Los principales países petroleros o consumidores de hidrocarburos pugnan mediáticamente por la sustitución de su principal insumo en aras de bajar el contenido de dióxido de carbono en la atmósfera, mientras se niegan a firmar el Protocolo de Kioto y otros acuerdos que pondrían en peligro su industria.
Los países que encabezan la lista de fabricantes y mercaderes de armas pronuncian discursos a favor de la paz en la ONU, el G7 y otros foros internacionales mientras hacen planes estratégicos donde interviene la OTAN, los medios informativos y los voceros gubernamentales para orientar a la opinión pública sobre el nuevo significado de “terrorismo”, “defensa”, “soberanía”, “seguridad nacional” y, por no dejar, “derechos humanos”.
Los impulsores de las llamadas energías limpias en su discurso dejan de lado varias cosas importantes como, por ejemplo, que nada se puede mover sin la presencia de los hidrocarburos, esenciales en la producción de energía, en la fabricación y funcionamiento de maquinaria, equipos, ropa, medicinas y muebles, entre muchos otros usos.
Somos una especie que recicla y aprovecha materias creadas por la transformación de muchas otras a lo largo de millones de años, de las que dan cuenta la geología, la química, la biología, entre otras disciplinas que hurgan en la materia y sus formas, pero parece que aún no nos enteramos de qué es lo que hace posible la vida en el planeta.
Tenemos una muy vaga idea acerca de la importancia del carbono y, desde luego, del dióxido de carbono para la existencia de la vida en el planeta, y nos agarramos fuertemente de la idea simplista de que el estado del clima es producto de la acción humana, sin más factores que considerar.
Vivimos pegados al monitor de la televisión, a la pantalla de la computadora, del teléfono y la tableta inteligente como ventanas al mundo y sus realidades, dejando de lado al cerebro, la memoria, la experiencia y la capacidad de discernir nuestro contexto y aquello que lo influye y conforma. Creemos que la democracia viene de fuera y dejamos de ser independientes.
Creamos y reforzamos membretes, formas de organización que terminan despegándose de su objetivo para convertirse en entidades con vida propia, independientes de quienes las integran, y adoptamos nuevos conceptos y tratamientos sociales sin más sentido que el de la autocomplacencia.
La transformación de lo social en individual y lo público en privado se ve incluso en los sindicatos, grandes o pequeños. Tras cada membrete no es raro encontrar un interés mezquino, individualista y excluyente que se disfraza de colectivo y democrático.
Así pues, las banderas sociales y sus expresiones políticas terminan siendo la cara de estructuras clientelares, patrimonialistas y corruptas, porque, entre otras cosas, desaparece la libertad de expresión que se califica como un peligro para la permanencia o existencia del organismo. La crítica y la autocrítica se toman como expresiones de odio que sólo sirven para socavar los cimientos de la organización.
La disidencia, por tanto, ya no es expresión de la salud democrática del grupo, sino el afán destructivo de minorías celosas del bienestar logrado por las dirigencias. Así pues, el concepto democracia sólo se aplica cuando se trata de la acción del grupo dominante, con lo que tenemos la centralización de los conceptos y la privatización de su sentido.
Para ejemplificar este salto, imaginemos que para lograr la democracia es necesario que el sindicalismo asuma las funciones patronales; por ejemplo, impulsando a un dirigente sindical universitario a la rectoría de la institución que lo tiene contratado.
En otro escenario, pudiera aparecer como impulsor de la soberanía alimentaria un empresario de la rama de productos transgénicos; o como cabeza del sector salud, un empleado de las transnacionales farmacéuticas.
O pretender ser nacionalistas cuando trabajamos en dar concesiones que permitan la injerencia del extranjero en el territorio y la vida económica nacional; o levantar la bandera de la soberanía cuando se participa en ejercicios y acciones militares organizadas y dirigidas por un gobierno extranjero, o suponer que integrarse con el norte fortalece la independencia y el desarrollo nacional.
O creer que mejoramos la educación al incorporar la ideología de género desestimando las bases biológicas de nuestra diversidad. O que impulsamos la inclusión generando mecanismos de marginación legal selectiva por razones de género.
Si normalizamos la incongruencia, es improbable que podamos mejorar las condiciones de vida que tenemos, aunque seguramente provocaríamos un ataque de risa a quienes representan el sistema que formalmente decidimos combatir.
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