A pesar de que el sistema ha funcionado
propinando a los incautos ciudadanos fuertes descargas de terror y náusea un
día sí y otro también, aún quedan reservas de asombro e indignación. La
política de shock se ha instalado desde los días inaugurales de nuestro siglo
XXI y seguida escrupulosamente tanto por los gobiernos del PAN como por los del
PRI.
A la par que avanza la inseguridad
pública y decrece la social, la delincuencia organizada vive sus mejores tiempos
y hace ejercicios de cinismo ante los ojos y oídos de todo mundo, a partir de
la cada vez más cuestionada probidad de quienes ocupan cargos de autoridad y
representación. Cada vez más ciudadanos se declaran al margen de los beneficios
de la educación, la cultura, la vivienda, la salud y el empleo, mientras con
triunfalismo demente el gobierno se apresura a firmar acuerdos internacionales
que, en todo caso, garantizan redoblar el saqueo del patrimonio nacional y la
pérdida de la soberanía, como es el caso del Acuerdo Trans-Pacífico (ATP).
En Alemania, Inglaterra e incluso en
EE.UU., se han realizado manifestaciones contra este acuerdo que compromete la
seguridad de millones de trabajadores, el acceso a los medicamentos, la
libertad de Internet, la seguridad alimentaria, entre otros importantes
renglones, en la medida en que subordina los intereses de los Estados a los
imperativos de las empresas trasnacionales.
Si países del llamado primer mundo ven
con desconfianza o franco temor este nuevo acuerdo internacional, ¿por qué en
México se le ve con docilidad vacuna? ¿Qué extraña compulsión anima al gobierno
a firmar este instrumento de subordinación extranjera, siendo que nuestra
economía dista mucho de ser fuerte y “competitiva”?
¿Por qué nuestro país insiste, en el
plano internacional en suscribir acuerdos, pactos, convenios y tratados, siendo
que no los aprovecha o lo hace escasamente, frente a las ventajas reales que
representan para sus “socios” comerciales extranjeros? A dos décadas de la
firma del TLCAN, no hemos mejorado. Nuestra agricultura ha sufrido dramáticos
retrocesos y es claro el empobrecimiento del productor rural; la industria y el
comercio no han prosperado, salvo como partes operativas de algún monopolio
extranjero; en el mismo sentido, la banca mexicana, las aseguradoras y los
servicios financieros prácticamente han desaparecido en beneficio del capital
internacional, al ser adquiridas por conglomerados cuyos intereses configuran
nuevas formas de explotación colonial.
¿Qué lógica tiene el imitar
empecinadamente al mundo anglosajón hasta en la forma de impartir justicia,
pasando por los esquemas de registro contable en los bancos? ¿Acaso no es un
modelo importado y financiado por EE.UU. el reciente “sistema penal
acusatorio”? ¿Por qué tenemos que imitar las prácticas judiciales del vecino?
¿No tenemos tradiciones jurídicas propias, en todo caso, susceptibles de
mejorar a través del uso de las actuales tecnologías informáticas y de
comunicación?
Al parecer, seguimos teniendo a la cabeza de las instituciones a personas con fuerte vocación lacayuna. Como que no son, o por lo menos no se sienten, capaces de actuar de acuerdo a los objetivos y prioridades nacionales y simplemente se dejan llevar por consignas, presiones o insinuaciones del exterior, de suerte que los cambios, reformas o adecuaciones que ha sufrido nuestro marco normativo y las formas de interpretarlo exhiben un evidente divorcio con los usos, valores, principios, cultura y tradiciones nacionales. De un tiempo acá, las decisiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación son un buen ejemplo. Mientras el Poder Ejecutivo, el Legislativo, la Corte y el aparato legal juegan a “modernizarse”, el país sufre las consecuencias.
Resulta inevitable pensar en Porfirio
Díaz, quien acomplejado por su color moreno daba en talquearse para aparentar
blancura, ligando la imagen anglosajona al conocimiento y al progreso ya que
ellos “saben cómo hacer las cosas”. Esa minusvalía emocional se tradujo en
abrir las puertas al capital extranjero y, no sólo tolerar sus abusos sino
defenderlos con la fuerza de las armas (Recuerde Río Blanco y Cananea). El
actual gobierno ha defendido sus reformas con represión, en las variadas formas
en que ésta se puede dar.
Si extendemos la mirada al sur de
nuestro continente, vemos en Bolivia, Ecuador, Uruguay y Venezuela, gobiernos
defensores de la identidad nacional, que avanzan en lo político, económico y
social por su propia ruta, no por la que les quieren imponer las
transnacionales y los gobiernos que las apoyan. De ver dan ganas. ¿Por qué no
dejamos atrás, de una buena vez, los complejos porfirianos y celebramos ser
como somos?
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