Sin desarrollo nacional no hay bienestar ni progreso. Cuando hay miseria y atraso en un país, no solo sucumben la libertad y la democracia, sino que corre peligro la soberanía nacional (Arturo Frondizi).
Seguramente usted ha pensado que la soberanía nacional no depende de condiciones dictadas por agentes externos y que es reconocida por el derecho internacional, que está depositada en el pueblo y que es defendida en los foros internacionales por el gobierno de legítimamente lo representa; y que un país soberano ejerce su dominio sobre los bienes y recursos naturales que posee, sin depender de condicionamientos ni acciones intervencionistas externas que afecten el aprovechamiento y disfrute de su patrimonio que estará en todo momento al servicio del pueblo. Un país es soberano, o no lo es.
La soberanía está ligada a la independencia y la libertad, enmarcada en un sistema legal que la garantice y preserve y ejercida por un gobierno que responda a los intereses pasados, presentes y futuros del pueblo. La soberanía pasa por la identidad y el sentido de pertenencia que se manifiesta en la cultura, las tradiciones, costumbres y valores que compartimos como patrimonio identitario. La Patria es un crisol único y diverso.
Sin embargo, la idea de soberanía tiende a cambiar en el momento en que las relaciones entre los pueblos privilegian los aspectos comerciales y económicos que relativizan las prioridades nacionales. A partir de ahí, parecen negociables lo que antes eran valores y principios irrenunciables.
Es claro que para sostener anímicamente la soberanía se necesita tener una base económica que la explique y la haga necesaria; es decir, un pueblo débil económicamente tendrá bajas defensas emocionales frente al extranjero, cuestión que vemos con claridad en la relación México-Estados Unidos, en la que se destaca la superioridad del extranjero y el escaso margen de maniobra que tiene nuestro país frente al vecino del norte, que representa el destino mayoritario de las exportaciones y la fuente privilegiada de las importaciones financieras, tecnológicas, alimentarias y culturales.
Frente a tal desventaja, el discurso nacionalista tiende a quedar como recurso retórico propio de efemérides y de actos multitudinarios en el Zócalo de la Ciudad de México, donde se defiende la soberanía nacional mientras se sigue afirmando que la mejor opción para el país es la integración con Estados Unidos en un bloque de alcance continental. Se dice que no competimos, sino que nos complementamos, como si esto no fuera el reconocimiento de nuestro abandono productivo.
El problema radica en que la defensa de la soberanía nacional está condicionada al interés extranjero en el marco del acuerdo de libre comercio que se convierte en ley suprema, en tanto que Estado Unidos, el polo dominante del T-MEC, no lance nuevas reglas que, en forma de aranceles, reconfigure unilateralmente dicho tratado.
Los aranceles de Donald Trump han confirmado una vez más las consecuencias políticas de la dependencia económica y la peligrosidad de las relaciones asimétricas que subyacen en el tratado que se tiene con el norte, haciendo que el gobierno “defienda” los intereses nacionales por vía de solicitar prórrogas y ofrecer el cumplimiento de las condiciones impuestas por el extranjero, y todavía celebrarlo como un triunfo del pueblo y gobierno mientras esperamos su calificación aprobatoria por buena conducta.
Ciertamente la soberanía no se negocia, salvo que el significado de la misma pase por el filtro de una semántica diseñada para convertir la subordinación y la dependencia en la única conducta posible, en la única solución viable y en el único destino deseable.
Cuando el control y la subordinación de un pueblo se toma por asunto resuelto, las manifestaciones multitudinarias y los discursos de autoelogio patriótico sin rastro de planes soberanistas y propósitos de diversificación comercial, son irrelevantes y simplemente anecdóticos, carecen de poder real para emancipar una economía y empoderar una nación por la vía del desarrollo independiente.
La integración económica de América del Norte en forma del TLC en 1994, con sus profundas desigualdades, fue el primer gran acto formal del neoliberalismo mexicano, de cara a la reconfiguración del desarrollo nacional dependiente, con efectos contundentes en la desindustrialización del país, en la ruptura de cadenas productivas, en el abandono del campo y la independencia alimentaria, monetaria y crediticia.
Si esta política se amplía a todo el continente, en un proyecto integracionista que nada tiene que ver y es contrario a la soberanía nacional, ahí sí que valdría la expresión Trumpiana de “hacer América grande otra vez”, y todo por hacer frente a la amenaza de las exportaciones de Oriente, particularmente China. Aquí, una vez más, sudamos calenturas ajenas.
Con ello nos podemos despedir de la idea de libre comercio y dar la bienvenida a la economía neocolonial, y las nuevas relaciones metrópoli-colonia no necesariamente encajan en los supuestos de un país independiente y soberano.
México no debe ser punta de lanza del neocolonialismo comercial de corte imperial con destino a la subordinación de toda Latinoamérica, proyecto que al parecer es acariciado desde el sexenio pasado, en imitación muy a la mexicana de la Unión Europea, tan absolutamente dependiente de Estados Unidos y tan vulnerable a los vaivenes de su política exterior.
México debe mirar al Sur y al Este, reemprender la política industrial frustrada por el neoliberalismo, recuperar la soberanía alimentaria y diversificar sus mercados, haciendo uso de los múltiples tratados y acuerdos internacionales que tiene. Poner todos los huevos en una sola canasta es absurdo y claramente suicida. La soberanía no se subroga. Se requiere más seriedad y un enfoque soberanista.